La farmacia del hospital regional de Auserd (campo de refugiados saharaui con 37.000 habitantes) es un cuartucho cerrado con llave, sus paredes malpintadas de azul cielo, alicatadas hasta la mitad, con chorretones de pintura que se adentran en los azulejos (con esa amenaza silenciosa con la que avanzan los dolores de cabeza), y unos carteles rosáceos –escritos en español– que sirven para agrupar los medicamentos. Aquí los analgésicos, allí los antinflamatorios, a este lado las agujas de insulina, luego las suturas, los anestésicos, los paquetes de material para los «ojos, cortisona, partos, BZP».
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