La elección de SIRAT como película española para los Oscar ha venido acompañada de una polémica que no es menor: la película transcurre en un desierto que se delata a sí mismo —“cerca de Mauritania”—, y que por tanto no puede ser otro que el Sáhara Occidental. Sin embargo, ese territorio, su historia y su tragedia, desaparecen de la pantalla. El resultado es una obra efectista, visualmente impactante, pero que blanquea la ocupación marroquí y perpetúa el olvido de un pueblo colonizado.
Gonzalo Moure lo señaló con claridad en su artículo de ayer, titulado “SIRAT, la mentira” (publicado en el blog No te olvides del Sáhara Occidental), donde analiza con detalle la trampa narrativa del filme: no es solo una cuestión de omisión, sino de mentira. La película intenta situar su drama en un “espacio universal” del desierto, pero el guion se traiciona al introducir elementos que lo sitúan con precisión. El tren de hierro que conecta Zuerat y Nuadibú en Mauritania no admite equívocos: para llegar hasta allí desde el norte hay que atravesar el Tiris, en los Territorios Liberados del Sáhara Occidental. Y si todo ocurre “cerca de Mauritania”, no puede ser Marruecos, porque Marruecos no tiene frontera con ese país. El espectador informado percibe entonces la trampa: se borra el nombre del Sáhara, se suprimen sus habitantes, y lo que queda es un desierto abstracto.
*SIRAT* muestra minas antipersona en la arena, pero nunca dice de dónde vienen. Esa omisión no es inocente: al dejar sin explicación su origen, las convierte en un vestigio ambiguo de cualquier guerra. El guion incluso recurre a la idea de una “Tercera Guerra Mundial” como telón de fondo, un recurso que despolitiza aún más el escenario y desvincula las minas de la verdadera causa: la ocupación marroquí. La realidad es muy distinta. Esas minas existen, y son las que Marruecos sembró junto al Muro que divide el Sáhara Occidental. Un muro de 2.700 kilómetros, custodiado por decenas de miles de soldados y plagado de millones de explosivos. La tragedia es real: cada mes hay pastores y niños saharauis que mueren o quedan mutilados. Sin embargo, en la película no hay ni muro, ni ejército marroquí, ni víctimas saharauis. Solo un desierto metafórico que reduce la violencia colonial a simple decorado narrativo.
Esta lectura coincide con lo señalado por Pablo Caldera en su crítica “Sirāt y el olvido estratégico del Sáhara Occidental” (Kaminker). Para Caldera, la frase “cerca de Mauritania” no es un detalle inocente: Marruecos no comparte frontera con ese país salvo que se acepte el relato imperialista del “Gran Marruecos”, que considera el Sáhara como propio. El muro marroquí y sus millones de minas, responsables de miles de víctimas saharauis, aparecen en la película transformados en un “parque de atracciones” para condenar el hedonismo de unos personajes occidentales, sin mencionar nunca que se trata del mayor campo minado del planeta. Laxe, afirma Caldera, abstrae las realidades políticas para extraer solo el clima, el peligro o el exotismo, borrando cobardemente la historia de la tierra. El resultado, concluye, es cine colonial: moralismo y crueldad al servicio del silencio sobre la ocupación.
En un artículo publicado en La Marea, Ignacio Pato analiza el filme Sirat de Óliver Laxe y denuncia cómo, con la frase “en el sur, cerca de Mauritania”, se sugiere una geografía que borra de nuevo al Sáhara Occidental. Pato plantea dos lecturas: o bien se trata de una ficción que relega el contexto político en favor del espectáculo, o bien es un ejercicio de luz de gas hacia la comunidad saharaui. En ambos casos, concluye, el “show” se superpone al conflicto y contribuye a invisibilizar la lucha por la autodeterminación, en contraste con iniciativas como el FiSahara, que desde la hamada sí coloca al pueblo saharaui en el mapa y denuncia la utilización colonial de sus paisajes por parte de grandes producciones.
Esa invisibilización es política. El muro marroquí, las minas, la ocupación y el exilio no aparecen en la película porque nombrarlos supondría un choque con los intereses estratégicos de Marruecos y sus aliados. Se elige, en cambio, la comodidad del silencio. Como escribió Gabriel Celaya, la poesía —y podríamos decir hoy el cine— no puede ser un lujo neutral para quienes se lavan las manos. Cuando el arte calla ante la injusticia, se convierte en cómplice.

Lo más doloroso es que no se trata de desconocimiento. Actores como Sergi López, protagonista de SIRAT, han conocido los campamentos saharauis y han compartido momentos con sus gentes, como en el FiSahara de 2014, con quien tuve la oportunidad de coincidir. Allí pudo ver con sus propios ojos lo que significa el exilio forzoso, la vida en jaimas, la resistencia cultural y la dignidad de un pueblo que lleva medio siglo esperando justicia. No hablamos de un lugar abstracto, sino de miles de rostros, de niños que han nacido sin conocer su tierra y de familias que sobreviven en condiciones extremas, separadas por un muro militarizado. Esa experiencia no puede borrarse fácilmente, salvo que se elija hacerlo.
Tampoco Oliver Laxe, director de SIRAT, puede alegar desconocimiento. No es un cineasta ajeno a la región: ya es su tercera película rodada allí y conoce bien la geografía y las tensiones que atraviesan el Sáhara Occidental. Sabe que Marruecos no comparte frontera con Mauritania, sabe que en el desierto no hay minas “abstractas”, sino millones de explosivos sembrados por Rabat para mantener a raya a un pueblo colonizado. Y, sin embargo, opta por borrar esa verdad y sustituirla por la ficción de una “Tercera Guerra Mundial”, por un decorado universal que abstrae lo político y lo histórico. Su decisión no es neutral: es una elección consciente de invisibilizar el colonialismo marroquí. Y esa elección, viniendo de un creador con prestigio internacional y reconocimiento en festivales, pesa aún más, porque contribuye a legitimar la narrativa del ocupante y a silenciar la voz de las víctimas.
Pero la industria manda, y cuando el cálculo de premios, mercados y carreras artísticas pesa más que la verdad, se escoge callar. Es entonces cuando el silencio se convierte en complicidad. La pregunta que planteó Gonzalo Moure en su artículo de ayer sigue siendo pertinente y urgente: ¿es esa razón suficiente para mentir?
El Sáhara Occidental no necesita metáforas ni subterfugios narrativos. Su tragedia es concreta: un pueblo expulsado de su tierra, un muro que divide familias, millones de minas sembradas para impedir la vida. Lo que necesita el cine es valentía: películas que nombren, que denuncien, que incomoden. Porque cuando se calla, cuando se borra, cuando se convierte un territorio ocupado en un escenario abstracto, se perpetúa la impunidad.
Carlos Cristóbal. PLATAFORMA: “No te olvides del Sáhara Occidental”