Sirāt y el olvido estratégico del Sáhara Occidental – Pablo Caldera en KAMINKER

Sirāt y el olvido estratégico del Sáhara Occidental – Pablo Caldera en KAMINKER

«Hacia el sur, cerca de Mauritania»

Pablo Caldera


La película Sirāt, elegida para representar a España en los Oscar, ha abierto un debate incómodo: el de la invisibilización del Sáhara Occidental en el cine. Pablo Caldera, en un artículo publicado en Kaminker bajo el título “Sirāt y el olvido estratégico del Sáhara Occidental”, denuncia con contundencia cómo Oliver Laxe convierte en metáfora universal lo que en realidad es un territorio ocupado y atravesado por un muro de 2.700 kilómetros sembrado de millones de minas.

El texto desmonta la coartada narrativa del filme, que recurre a la vaga referencia de una “Tercera Guerra Mundial” y a frases como “cerca de Mauritania” para ubicar la acción en un espacio ambiguo, borrando la historia y el conflicto real. Marruecos no tiene frontera con Mauritania; solo puede tenerla si se asume la ficción imperial del “Gran Marruecos”, que incorpora el Sáhara Occidental como propio. El muro marroquí y sus minas, responsables de miles de víctimas saharauis, aparecen en Sirāt despolitizados, transformados en un “parque de atracciones” para castigar a unos personajes desarraigados y moralizar sobre el hedonismo occidental.

Caldera advierte que el verdadero problema no es la ignorancia, sino la estrategia consciente de blanquear la ocupación, alineada con el giro político del gobierno español desde 2022, cuando Pedro Sánchez reconoció el plan de autonomía de Mohamed VI como “la solución más viable”. En ese contexto, Sirāt funciona como un engranaje cultural más de la política de sumisión y silencio ante la colonización marroquí, reforzando un imaginario en el que el Sáhara Occidental deja de existir.


Esta frase que se dice en Sirāt es una de las pocas indicaciones espaciales de toda la película. Está bien escogida, porque esconde todo un complejo geopolítico: Marruecos no tiene frontera con Mauritania, y es imposible que Laxe, que ya va por su tercera cinta rodada allí, no lo sepa. Solo si asumes que los territorios ocupados del Sahara Occidental (antigua colonia española que en 1975 fue abandonada a su suerte por la potencia colonial y ocupada por Marruecos, siendo a día de hoy el único territorio de África todavía no descolonizado) son, de facto, Marruecos (como asume el relato oficial del tirano Mohamed VI, y de su padre, Hassan II, y de todo el imperialismo marroquí), entonces sí, Marruecos comparte frontera con Mauritania. Porque el Sahara occidental «es» Marruecos. Sahara: un desierto plural, que se conoce (que el espectador localiza) pero en ningún momento se nombra. Se habla de «el desierto», pero todo está orientado (y orientalizado) para que el espectador sepa que estamos en el norte de África. Podría haber localizado la historia en Atacama, en Monegros o en Tabernas, pero no: ha elegido uno de los lugares más conflictivos del planeta. ¿Para qué? Para condenar a unos personajes que hacen gala de su analfabetismo político. Para sentenciar de manera bien moralista el hedonismo. Para, en última instancia, y desde una superficialidad aterradora, decirnos que esos personajes a los que tanto espacio dedica son víctimas de su propio delirio, de sus propias ganas de huir de un Occidente ya marchito. Todo explota (literalmente, y se redunda en la idea) cuando, sin saberlo, los personajes se acercan al muro marroquí, un conjunto de fortificaciones que la potencia colonial instaló en los ochenta para separar «su» Sahara ocupado del campo de refugiados situado en Tinduf, Argelia, en el que muchos de los saharauis que hoy conocemos han nacido y crecido, sin poder nunca volver a su tierra. El mayor campo minado del mundo (entre 7 y 10 millones de minas, según la ONU), la viva imagen material de la crueldad, instalado para que ningún saharaui pueda volver a su casa sin asimilarse antes como marroquí. Un campo minado que Oliver Laxe convierte en un parque de atracciones.

En una de las escenas más terribles que recuerdo, los raveros van explotando, se queman vivos, tras ingerir droga (de nuevo, el moralismo), ignorando que están en uno de los territorios más peligrosos del mundo. Cerca de Mauritania. Y Laxe juega ahí con las expectativas del espectador (el más sádico querrá que todos exploten y muera), alarga innecesariamente el sufrimiento de esos cuerpos ya de por sí sufridos, sucios, magullados: convierte en intriga la muerte. No se me ocurre mecanismo más «occidental» para criticar la mirada colonial. Ese «fuego escondido» que ha causado miles de muertos en el territorio del Sahara Occidental es, para el cineasta gallego, una forma de castigar la ignorancia geopolítica de sus personajes. Y, sin embargo, ahí tenemos a todos los comunicadores, a toda la crítica mediática que celebra la película como un acontecimiento casi mesiánico -catetismo made in Cannes-, ignorando también el fondo político del terreno. Y es que Laxe trabaja un moralismo tranquilizante muy perverso: los culpables siempre son otros, que lo sepan bien los espectadores. Pero que el espectador español medio ignore la cuestión del Sáhara Occidental, última colonia española, es gravísimo. Porque es, precisamente, el movimiento que este gobierno, el primero que ha reconocido la soberanía marroquí sobre el Sáhara, pretende inculcar en la población civil. Uno de los países de Europa con mayor apoyo civil a la causa palestina que, sin embargo, ignora directamente los estragos de su propio colonialismo, posibilitador del colonialismo marroquí, en el Sahara. Que incluso presenta la solución actual como la inevitable, lavándole la cara al país opresor con una estrategia basada en lo de siempre: cultura y turismo. Sirāt marca un hito en el cine colonial español. Es, quizás, la primera película española que se atreve a apuntalar la estrategia de silencio y sumisión al orden colonial marroquí que promueve el gobierno desde que, en 2022, saliera a la luz una carta en la que Pedro Sánchez reconocía a Mohamed VI que su plan sobre el Sáhara (o sea, la asimilación forzosa, la limpieza étnica, el exilio en Tinduf, el muro y los campos minados) era el «plan más viable», la solución al conflicto.

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