Marruecos atraviesa desde finales de septiembre una oleada de movilizaciones protagonizadas por jóvenes de la llamada generación Z, organizados a través de redes sociales bajo el nombre GenZ 212. La chispa fue la muerte de ocho mujeres en un hospital público de Agadir, pero el descontento es mucho más profundo: falta de sanidad y educación dignas, paro juvenil disparado, corrupción estructural y un régimen que gasta miles de millones en estadios para el Mundial 2030 mientras abandona los servicios básicos. La respuesta de Mohammed VI ha sido la misma de siempre: represión, detenciones y censura.
Las protestas, que ya se han extendido a más de una decena de ciudades —Rabat, Casablanca, Marrakech, Fez, Agadir, Temara, Inzegane, Tiznit o Uxda—, constituyen las mayores movilizaciones sociales en Marruecos desde el movimiento del Rif en 2016-2017. Miles de jóvenes se han organizado de forma descentralizada, sin partidos ni sindicatos detrás, para exigir lo más elemental: hospitales con recursos, escuelas que preparen para el futuro, trabajo digno y justicia social. El lema más repetido lo resume todo: “Hay estadios, pero ¿dónde están los hospitales?”.
La indignación no es nueva, pero la muerte de las ocho mujeres embarazadas en Agadir fue el punto de no retorno. Marruecos cuenta con solo 7,4 médicos por cada 10.000 habitantes —muy por debajo de la recomendación de la OMS— y con un 36,7% de paro juvenil, que alcanza el 48,4% en áreas urbanas. Más del 70% de quienes logran un empleo carecen de contrato regular, atrapados en la precariedad. Mientras tanto, el régimen presume de megaproyectos y presume de ser coorganizador del Mundial de 2030 junto a España y Portugal.
La respuesta del Estado ha sido la represión. En Ait Amira, los enfrentamientos dejaron vehículos policiales y un banco incendiados. En Inzegane, otra sucursal ardió mientras la policía desplegaba cañones de agua. En Uxda, un joven fue atropellado por un furgón policial y resultó gravemente herido. En Casablanca, 24 manifestantes —seis menores— fueron procesados por bloquear una autopista. En Rabat, 37 jóvenes fueron detenidos, con tres en prisión preventiva. La Asociación Marroquí de Derechos Humanos (AMDH) denunció la ilegalidad de estas medidas y recordó que reprimir el derecho de manifestación contradice la propia Constitución marroquí.
Las redes sociales han multiplicado el impacto de la protesta: vídeos de coches ardiendo, jóvenes golpeados, detenciones en plena calle y testimonios que muestran a un régimen que responde con porras y cárceles a demandas sociales básicas. Sin embargo, las movilizaciones han encontrado apoyo inesperado en artistas, raperos, futbolistas e incluso aficiones de equipos de fútbol que amenazan con boicots. Todo ello indica que el malestar es amplio y transversal, y que el miedo comienza a resquebrajarse.
Pero hay una verdad incómoda que no se debe olvidar. La represión que hoy sorprende a muchos marroquíes es la misma que, durante casi medio siglo, ha sufrido el pueblo saharaui bajo ocupación en el Sáhara Occidental. Allí, la violencia es aún más sistemática: desapariciones forzadas, torturas, juicios-farsa, cárceles llenas de presos políticos y un muro militar de 2.700 kilómetros que divide a familias enteras. Lo que hoy ven los jóvenes de Casablanca o Rabat, los saharauis lo llevan padeciendo desde 1975.
Además, el malestar social se conecta con la política exterior del régimen. En 2020, Mohammed VI pactó con Donald Trump la normalización con Israel, a cambio del reconocimiento estadounidense de su supuesta soberanía sobre el Sáhara Occidental. Fue una doble traición: al pueblo saharaui y al propio pueblo marroquí, históricamente solidario con Palestina. No es casual que estas protestas hayan sacado a relucir no solo la desigualdad interna, sino también el rechazo a unas prioridades estatales dictadas por la corrupción y la sumisión a intereses externos.
Las calles de Rabat y Agadir, de Inzegane y Casablanca, muestran hoy lo que durante décadas el régimen intentó ocultar: Marruecos no es el “aliado estable” que venden en Bruselas y Washington, sino un Estado cuya estabilidad se sostiene en la represión, la censura y el abandono social. Y aquí la conexión es inevitable: denunciar la represión en Marruecos es necesario; vincularla con la ocupación del Sáhara Occidental es imprescindible para comprender la verdadera naturaleza de un régimen que reprime dentro y fuera de sus fronteras para perpetuar su poder.
Plataforma «No te olvides del Sahara Occidental»