El desierto argelino es inmenso y aspero. Correr por su hamada significa clavarse puntiagudas piedras en la planta del pie, hundirse en la blanda arena movida por el viento de duna en duna, cegarse con el sol abrasador, desorientarse ante el horizonte infinito e inquietarse con la boca seca en busca de algún «oasis» en el que refrescarse. A nadie en su sano juicio se le ocurriría emprender semejante aventura, por no decir locura.
Sin embargo, el último martes de febrero reúne a centenares de «locos» de todo el mundo, que acuden al suroeste de Argelia dispuestos a sufrir, a vaciar sus energías, a acalambrar sus músculos y a sentir esa típica sensación de arrepentimiento del maratoniano pasada la mitad de carrera. Sin embargo todos ellos terminan felices y sonrientes y regresan a sus casas convencidos de haber vivido una experiencia que les cambiará sus vidas.
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— MARCA (@marca) November 13, 2019
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