Sí, ya han pasado más de dos años de aquella tarde del viernes –18 de marzo de 2022– en que Rabat difundía una misiva que, supuestamente, le había enviado Pedro Sánchez al dictador alauí cuatro días antes; y en la cual se adhería a las tesis marroquíes de anexión ilegal del Sahara Occidental.

Este anuncio, en su día, cayó en la opinión pública como un jarro de agua fría, causando enorme extrañeza, cuando no bochorno. Pues un gobierno extranjero se pronunció, en nombre del presidente del Gobierno de España, sobre un ¡asunto de Estado!, es decir, sobre un tema que trasciende la ideología, la afinidad partidista o la inclinación del gobierno de turno, ya que –de forma atemporal– está relacionado con la nación en su conjunto. Tanto es así, que el asunto del Sahara, por su singular relevancia, ha marcado –y sigue marcando– la política exterior española durante las cuatro últimas décadas, especialmente en lo concerniente a las relaciones con los países del Magreb.
Un anuncio que –de existir– debía ser hecho por la Moncloa, fue proclamado desde Rabat, como si España –menospreciada y ninguneada por la dictadura majzení– fuera un virreinato supeditado al dominio feudal alauí.

Como si España menospreciada y ninguneada por la dictadura majzení fuera un virreinato supeditado al dominio feudal alauí

Las relaciones de España con Marruecos, construidas sobre la entrega del Sahara y el genocidio de su pueblo –en los umbrales de la Transición– sempiternamente han fluctuado como una montaña rusa que, de sobresalto en sobresalto, y manteniendo a España constantemente con el corazón en un puño, no deja de augurar lo peor. Pero de ahí, a hacer pública una adhesión personal promarroquí, de la que nadie –ni el Parlamento, ni el Consejo de Ministros– sabía nada y la sociedad no comparte; nos lleva a plantearnos la siguiente pregunta: ¿No será que el primer sorprendido por este cambio repentino de postura es el propio Sánchez, al imponerle el tirano alauí asumir la autoría de una carta que fue maquinada en uno de los despachos de las siniestras dependencias del Majzen; y, presa del pánico, no ha tenido más remedio que tragarse otro –esta vez uno bien cebado– de los sapos del eurodiputado socialista Juan Fernando López Aguilar?
Sea como fuere, lo cierto es que a partir de entonces, Sánchez quedó “amarrado” para siempre a los designios del Majzen; y –al igual que Fernando VII para España– para los saharauis, pasó a ser Pedro Sánchez el Felón (calificativo este que, como una premonición, le dedicó, en su día, Pablo Casado).

Pero vamos a retroceder al año 2021, para visualizar con más claridad, el antes y el después de ese viernes 18, que quedará señalado con la V de la vergüenza en la biografía del presidente Sánchez.
Ese año, la pandemia del Covid 19 asolaba el mundo entero, llenando las ciudades y los pueblos de centenares de muertos (que desbordaban las funerarias) y miles de moribundos (que se amontonaban en los pasillos de los hospitales); y la primavera –que antaño traía alegrías y campos en flor– esta vez vino envuelta en un denso manto de luto, tristeza y dolor, que esparcía flores mustias y cinéreas que se negaban a brotar en medio de tanto espanto y creciente horror.
 Y en esa primavera negra (un 18 de abril), fue precisamente el Covid 19, el que “trajo” al líder saharaui Brahim Ghali a España. Se hallaba en un estado de extrema gravedad y requería de una atención especializada que no estaba disponible en Argel y mucho menos en los campamentos de refugiados saharauis de Tinduf.
Las relaciones entre España y Argelia estaban en su mejor momento, y el pueblo español y el saharaui son dos pueblos hermanos, de manera que, el que un hospital de Logroño trate de salvarle la vida a un saharaui, entra dentro de la absoluta normalidad. En circunstancias similares –siempre que estuviese en sus manos– tanto los saharauis como los argelinos, no dudarían en hacer lo mismo por cualquier español.

Por otra parte, y como las desgracias nunca vienen solas, tres años antes (el 20 de enero de 2017) Donald Trump accedió a la Casablanca, un acontecimiento igual de nefasto (o más) que la propagación letal del coronavirus, no solo para EE.UU. sino para el resto del mundo. Este sujeto, una especie de híbrido entre un pistolero del far west y un supremacista confeso; llevando la megalomanía a límites insólitos, decidió extrapolar sus excentricidades y extravagancias de magnate desbocado al escenario geopolítico, tratando a personas y a países como si fueran vulgares peones de su particular tablero de ajedrez. Lo podía hacer porque le sobraba el dinero y en sus manos estaban las riendas de la primera potencia mundial.
De este grotesco y perverso juego del “mago” Trump, nadie se salva; ni siquiera los saharauis –largamente olvidados– que llevan décadas librando una guerra en un remoto desierto por su derecho a existir.

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