El escrito
Esta entrada ha sido escrita por Larosi Haidar, profesor de Traducción e Interpretación en la Universidad de Granada y miembro del grupo de escritores la Generación de la Amistad Saharaui.
El sol lucía ya todo su fuego, todo su poder, cuando los tres amigos, después de desayunar leche de cabra y té, se disponían a buscar entre las acacias cercanas a la jaima una con suficiente sombra para cobijarlos. El anciano se encargó de llevar una botella de agua fresca de la noche y avisó a la bella dama del desafortunado lugar de las arenas que no vendrían hasta terminar de leer todos los escritos de su difunto esposo, su querido combatiente. Y así fue; tras elegir una majestuosa y frondosa acacia de esas que llevan el eterno cartel «Sombra, frescor y tranquilidad», los tres se acomodaron como pudieron y se sumergieron de inmediato en la alucinante lectura de las líneas del desierto. Fue tal su subyugación que apenas tenían tiempo para respirar. No se oía nada salvo, de vez en cuando, el estremecimiento de las espinosas ramas bajo el efecto acariciador de extraviadas brisas. Leyeron todo de una vez, sin parar, sin cambiar de postura, sin preguntar, sin beber… de una vez leyeron profundamente absortos las sabias y originales palabras del gran combatiente. Entre lo que leyeron, estaba el siguiente escrito:
De cuando era niño, de cuando España… «Un día de mi vida».
Solían ser las cinco de la madrugada cuando mi padre nos despertaba con su querido «levantaos hijos, y rezad que ya es tarde». Éramos cuatro hermanos, siendo yo el tercero en edad, y ese día, como todos desde que finalizó la temporada de lluvia, teníamos que levantarnos temprano para así llegar a tiempo a la “sakuila”, que estaba en la ciudad, unos doce kilómetros al sur. Lo primero que hacíamos era rezar, medio dormidos y casi bajo las mantas, la oración matutina y luego, fuera ya de la jaima nos lavábamos con el agua fría de los bidones. Todavía recuerdo la sensación de misterio e infinito que me producían las relucientes estrellas en el límpido cielo de nuestro querido desierto. Otras veces, era la luna llena que esparcía su nívea luz en el firmamento ahogando triunfalmente la mortecina luz estelar.
Al borde del Gran Río y al otro lado, la ciudad se amontonaba fluyendo tímidamente del seco cauce fluvial. Nosotros, desde la otra ribera, la contemplábamos obnubilados por el resplandor del alba en sus blancas y menudas casas de cartón. Ya habíamos llegado; simplemente, era cuestión de cruzar el sediento río medio ocupado por arenas cristalinas y subir la vieja carretera. Íbamos directo a casa. Al llegar, mientras nosotros nos limpiábamos el polvo y volvíamos a lavarnos, nuestro padre nos preparaba el desayuno.
Como la “sakuila” estaba cerca de casa, no salíamos hasta pocos minutos antes de la hora de clase. Dos sesiones de árabe y tres de español comprendía el horario de mañana. Luego, comíamos en el comedor escolar e íbamos a casa para tomarnos nuestro vaso de té, nuestro “atai”. A las tres, volvíamos a clase, esta vez para recibir dos sesiones de español. Por la tarde, volvíamos a encontrarnos en casa y era mi hermano mayor el que nos preparaba la merienda. Mientras merendábamos, cada uno contaba cosas que le habían sucedido ese día y, así, seguíamos hasta la llegada de mi padre.
De nuevo se repetía la marcha, esta vez en sentido contrario, hacia el “frig”, el querido campamento de jaimas. Primero, el Gran Río dormido ya bajo el haz crepuscular; después, el traicionero Afttut, más acechante, más temible todavía; y para terminar, nuestras amigas las dunas coronadas majestuosamente por el manto dorado del ocaso. Allá, agazapadas una al lado de la otra, las jaimas ansiosas nos esperaban desprendiendo nubes de ternura que nos guiaban una vez sorprendidos por la oscuridad de la noche. El sol, sorprendido, ya se había ahogado tiñendo con su sangre todo el horizonte. Agonizaba un día más de 1972.
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