Por Victoria G. Corera – Plataforma “No te olvides del Sáhara Occidental”
El Anuario del Español 2025 incorpora al Sáhara Occidental dentro de Marruecos y presenta a los saharauis como hispanohablantes marroquíes. No es un error técnico, sino un gesto político que borra a un pueblo y legitima una ocupación. El español sigue vivo en el Sáhara, pero el Instituto Cervantes prefiere esconderlo bajo la cartografía del Majzén.
Durante los últimos meses he seguido con atención el tratamiento que el Instituto Cervantes hace del Sáhara Occidental en su Anuario del Español. Lo que parecía un detalle técnico ha terminado revelando algo más profundo: un intento de presentar como normal lo que sigue siendo una ocupación militar. No es una simple cuestión de cifras ni de clasificaciones lingüísticas. Es una operación política que desdibuja a un pueblo para reforzar la narrativa marroquí.
La denuncia más clara llegó de la “Generación de la Amistad”, el grupo de escritoras y escritores saharauis que lleva años defendiendo la memoria cultural de su pueblo. Su comunicado fue directo: el Anuario del Cervantes invisibiliza la presencia del español en el Sáhara Occidental al incorporar a los saharauis como parte de Marruecos en sus estadísticas. Ese gesto, que desde fuera podría parecer técnico, tiene efectos reales. Si el Cervantes coloca al Sáhara dentro de Marruecos, el territorio empieza a desaparecer de los mapas lingüísticos. Y cuando un territorio desaparece de los mapas de una institución cultural, también empieza a desvanecerse en el imaginario público.
El Anuario del Español 2025 da un paso más. Presenta a los saharauis como hispanohablantes marroquíes, sin mención a su identidad diferenciada ni al estatus del Sáhara como territorio no autónomo. Se mezclan poblaciones, se borran fronteras jurídicas y se transmite la idea de que el conflicto está resuelto porque “todo es Marruecos”. Pero esto contradice el derecho internacional. La ONU sigue describiendo al Sáhara Occidental como un territorio pendiente de descolonización. La Corte Internacional de Justicia determinó en 1975 que no existía vínculo de soberanía entre Marruecos y el territorio. Y España continúa siendo, le pese a quien le pese, la potencia administradora de iure. Nada de esto aparece en el Anuario. La clasificación estadística sustituye a la realidad jurídica.
Hay además un elemento personal que no puede ignorarse. Luis García Montero, poeta y catedrático, defendió durante décadas la causa saharaui. Firmó manifiestos, participó en actos de solidaridad y apoyó públicamente el derecho a la autodeterminación. Hoy dirige una institución que publica un documento en el que los saharauis desaparecen como comunidad propia. No es una cuestión de reproche individual. Es una cuestión de responsabilidad institucional. La autoridad cultural del Cervantes otorga legitimidad a la narrativa que promueve el ocupante. Y cuando una institución pública respalda, aunque sea de manera implícita, un relato contrario al derecho internacional, se convierte en parte de la maquinaria que pretende reescribir la realidad.
Lo que estamos viendo es un patrón que trasciende al Cervantes. La cultura se utiliza para normalizar la ocupación. La estadística sirve para diluir un conflicto que dura cincuenta años. La lengua española, que podría funcionar como un puente con los saharauis, se emplea para integrarlos en un país que no es el suyo. España no puede seguir actuando como si el Sáhara Occidental fuera solo un detalle administrativo. Es un territorio pendiente de descolonización. Es un pueblo con una identidad cultural poderosa, forjada también en relación con España. Es una comunidad exiliada que mantiene viva la lengua que compartimos.
El riesgo de este tipo de decisiones es claro. Cuando una institución cultural adopta sin cuestionarla la cartografía política de una ocupación, contribuye a que esa ocupación parezca irreversible. Es exactamente lo que persigue Marruecos desde hace décadas: una imagen de normalidad que borre la existencia del pueblo saharaui. Si el Cervantes asume ese marco, aunque sea por omisión, España deja de ser mediadora para convertirse otra vez en parte del problema.
Pero aquí no se trata solo del Sáhara. También está en juego qué entendemos por cultura y cuál debe ser el papel de una institución pública. El español no puede utilizarse para justificar fronteras que vulneran el derecho internacional. Tampoco puede convertirse en herramienta para borrar la identidad de un pueblo que comparte con nosotros una historia compleja y llena de responsabilidades. La cultura debe abrir caminos, no cerrarlos. Y si el Instituto Cervantes quiere ser fiel a lo que representa, debe empezar por reconocer algo sencillo: el Sáhara Occidental existe, su gente existe y su voz merece un espacio propio que ninguna estadística tiene derecho a eliminar.
España tiene una responsabilidad que no puede seguir esquivando. No se trata de nostalgia colonial, sino de justicia y de coherencia. El pueblo saharaui sigue hablando español porque formó parte de nuestra historia y porque decidió conservar esa lengua frente a la ocupación. Que una institución pública española contribuya a borrarlo del mapa lingüístico es una falta ética y política. El Cervantes debe corregir esa clasificación. Y España, como Estado, debe dejar de legitimar con silencios y gestos ambiguos la ocupación que expulsó a un pueblo entero de su tierra.
Porque en cada anuario mal planteado, en cada estadística manipulada y en cada mapa que se altera, se juega algo más que una cuestión lingüística. Se juega la memoria. Se juega la dignidad de un pueblo. Y se juega, una vez más, el compromiso de España con la justicia y el derecho internacional.
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