Por Abdurrahman Budda/ECS

La Resolución 1514 de la Asamblea General de las Naciones Unidas, también denominada: Declaración sobre la concesión de la independencia a los países y pueblos coloniales, fue una piedra angular del movimiento de descolonización. Aprobada el 14 de diciembre de 1960, esta resolución hacía un llamamiento a la independencia de las colonias, considerando los derechos humanos fundamentales y la carta de las Naciones Unidas.

La resolución declara que la sujeción de los pueblos a dominio extranjero es una denegación de los derechos humanos fundamentales, es contraria a la carta de las Naciones Unidas y compromete la causa de la paz y la cooperación mundiales. Así mismo, la resolución especifica que todos los pueblos tienen derecho a la libre determinación, y que se deben tomar medidas para traspasar el poder a los pueblos colonizados, sin condiciones y sin represión de por medio.

Cuando esta resolución fue aprobada, Marruecos ya se había independizado 1956, Mauritania obtuvo su independencia en el mismo año de la famosa resolución, o sea, 1960 y Argelia en 1962. El Sáhara Occidental quedó sumido en las tinieblas de oscuridad colonial, Basiri y sus amigos fundaron la Organización Avanzada para la Liberación del Sáhara Occidental (OALS) y organizaron la histórica Manifestación de Zemla, de forma pacífica y civilizada, el régimen franquista les enfrentó con su maquinaria bélica y tapó sus oídos a las justas demandas de las masas saharauis.

El 10 de mayo 1973, los hijos del territorio, en su mayoría jóvenes universitarios liderados por El Uali Mustafa Sayed, iniciaron la lucha armada contra la presencia española con la batalla del Janga, diez días después fundaron la revolución saharaui.

Inmediatamente después, los hijos del Sahara, de todas las edades, fueron incorporándose al ejército guerrillero, dejaron sus negocios, sus puestos de trabajo, sus ganados, casas , automóviles, y se despidieron de sus hijos, esposas, hermanas, madres y abuelas.

En 1975, se produjo la invasión Marroquí- Mauritana, Las mujeres, niños y ancianos huyeron aterrados. Muchas madres dejaron sus casas abiertas, sus joyas, ropas, hijos que aquella noche visitaban sus familiares o simplemente jugaban con sus amigos. Los civiles inocentes marcharon a pie sin alimentos ni agua, corrían desesperados por el inmenso desierto buscando la ruta más cercana hacia la ciudad argelina de Tinduf.

Ante esta dolorosa y confusa situación Abdulah Mohamed Nayem era uno de aquellos jóvenes valerosos que se incorporaron en este mismo año a las unidades guerrilleras del Frente Polisario.

Abdulah vivía en el Aaiún, donde cursó sus estudios en un politécnico y se graduó de electricista, trabajaba en la empresa FOSBUCRAA, departamento de transporte de materiales en el puerto del Aaiún. Tenía su lujosa casa, su automóvil, negocio y puesto de trabajo en la empresa más prestigiosa del territorio. Poseía amistades saharauis y españolas, hablaba el español a la perfección y conocía las calles de la capital como la palma de su mano.

Abdulah después de pertenecer a las células clandestinas revolucionarias y donar grandes cantidades de dinero para la causa de la revolución, abandonó sus tres hijos aun pequeños y su esposa, y todos sus bienes para alistarse a las filas de los guerrilleros, le designaron en la segunda región militar, anteriormente llamada: región Centro, trabajó en la sección de ingeniería militar, vió morir muchos de sus colegas, algunos en la compleja tarea de desactivación de los campos de minas, otros en las sangrientas batallas allá por los años setenta y ochenta, aquellas batallas de las cuales hace pocos días la Agencia de Inteligencia Americana (CIA) reveló que Marruecos estaba perdiendo la guerra contra el Frente Polisario hasta que países europeos y árabes intervieron para rescatar al Reino de Marruecos mediante la estrategia de los muros defensivos.

Abddula, luego le desganaron en la comisaria política del ejercito saharaui, pero en breve tiempo extraño al fragor de las armas y volvió a frente de batalla en 1980, donde participó en varias batallas, luego ingresó en la recién constituida Seccion de Defensa Antiaérea, participó en la primera batalla efectuada por este prestigioso cuerpo militar, la histórica batalla del Guelta, librada 13 de octubre 1981, luego liberó junto a sus colegas interminables batallas.

Cuando se firmó el acuerdo de paz entre el Frente Polisario y Marruecos en 1991, que estableció el cese de las hostilidades y la organización de un referéndum de autodeterminación libre y transparente, que nunca llegó a organizarse, era un farsa del enemigo para acallar los fusiles de los guerrilleros saharauis.

Cuando empezó el programa de reencuentro de familias a ambos lados del muro de la vergüenza marroquí, comandado por la MINORSO, Abdulah visitó a los suyos después de muchos años de una cruel y amarga separación, la cual privó al guerrillero de la dulzura del ambiente familiar y los hijos, del cariño de su padre. Al terminar los días de la visita familiar, Abdulah abandonó su hogar, su familia, las calles capitalinas en las que jugó en su infancia con los ojos humedecidos de lagrimas con la esperanza de completar su misión y volver pronto, una vez y para siempre, cuando la ONU organizara el proyecto de paz prometido por la comunidad internacional al pueblo del Sáhara Occidental.

El guerrillero estuvo todo el tiempo en las filas de su región militar, cumpliendo con la sagrada misión hasta que el alto mando militar del Polisario le ordenó junto otros guerrilleros de avanzada edad para volver a la retaguardia. El ministerio de defensa saharaui le designó en el Batallón de Reservas donde continuó su labor.

En sus días libres trabaja de electricista de automóviles en el centro de la Wilaya del Aaiun, permanecía todo el dia en su pequeño taller, reparaba el sistema eléctrico de los coches y solo cobraba poco dinero a cambio de sus servicios, convencido de la situación difícil en que vivía su pueblo.

Abdulah era mi amigo de profesión, siempre le visitaba en su local de trabajo para adquirir algunas piezas o hablar de las averías diarias de los coches, en su mayoría antiguos, que circulaban en los campamentos de Refugiados saharauis, pero mi amigo le gustaba más charlar sobre las grandes batallas del ejercito saharaui, de su infancia en el Aaiún.

Un día vine a su taller para buscar una pieza, le encontré sentado en su silla de trabajo, reparaba un alternador, la radio del Sahara sonaba en el otro extremo de la mesa, siempre lo tenía puesto con la esperanza de escuchar una buena noticia favorable a la causa saharaui. Me senté sobre un pequeño asiento fabricado de madera de cajas de municiones, después del habitual y largo saludo, empezábamos hablar del acontecer político y de los interminables obstáculos puestos por Marruecos al proceso de paz. Abdulah, le dije, ya eres un hombre mayor de edad, has cumplido con tu deber patriótico ¿Porque no te vas al Aaiún y pases tus últimos años con tus hijos y nietos?

Dejó su trabajo, quitó sus espejuelos, me miró fijamente a los ojos y dijo:” Tengo casas, negocios a cargo de mis hijos, no me falta dinero ni nada de esta suciedad del mundo, pero no pienso quebrar mi promesa, sobre mis rodillas dos mártires exhalaron sus últimos respiros, me miraron fijamente a los ojos con los rostros resplandecientes pidiéndome no abandonar nunca la promesa que el primer dia habíamos hecho juntos. Asentí con la cabeza y en silencio abandoné aquel pequeño taller cautivado por la honestidad y la lealtad de aquel hombre bondadoso.

Me ausenté de la wilaya dos meses y cuando volví de mi viaje, y mientras recorría el Aaiún con mi viejo Mercedes D300, vi la puerta del taller de mi colega medio abierta, mi corazón se iluminó de alegría al volver a ver de nuevo a mi camarada. Estacioné mi coche y avancé hacia el local, al entrar, el taller estaba desierto, la silla y la mesa estaban cubiertas de polvo. Decidí no entrar pensando que algún atracador había forzado la puerta del taller. Caminé hacia un establecimiento comercial no lejano, saludé al propietario y le pregunté de mi colega. El hombre, con mucha tristeza, me informó de que Abdulah se había enfermado y fallecido días después en el hogar de un familiar en el campamento de Amgala.

Una gran melancolía se apoderó de mí, sentí que la tierra daba vueltas a mi alrededor, me senté en la sombra de un muro recordando aquel hombre sincero, honrado y fiel a su promesa. Alzé mis manos al cielo, y en voz alta casi grité: “Oh, Dios, tenga en tu infinita paz el alma de este hombre, junto a las almas de centenares de refugiados saharauis, aquellos que sus tumbas llenan las colinas que cercan a los campamentos, todos ellos ansiaban morir y ser enterrados en la tierra de sus ancestros».