«Pocos privilegios he sentido tan hondos como el privilegio de estar acompañando a descubrir el agua a alguien a quien le han robado su salida al mar», escribe Isabel Cadenas Cañón sobre su experiencia junto a una niña saharaui del programa Vacaciones en Paz.
1. Lo primero que vio al llegar fue La Ría. El río, la ría, no sabía si decirle «Mira, este es el río» –palabra más universal, más útil, menos local–, o decirle «Mira, esta es la ría» –la que todas decimos, la de aquí– y explicarle que río es dulce, que ría salada, que ría es ya casi mar. Le dije las dos, explicación incluida. En aquel momento, yo no sabía cuánto castellano sabía esa niña de 9 años que acababa de llegar a Bilbao para pasar el verano lejos del calor de los campamentos de refugiados en los que vive.
Pero sí sabía que este iba a ser el verano del agua.
Un bañador, un gorro, unas gafas y una toalla fueron sus primeras pertenencias aquí. En cuanto descansó del viaje, mi hermana y yo la llevamos a la piscina. Me lo habían dicho ya, que playa y piscina son las actividades preferidas de los y las niñas saharauis que vienen a pasar el verano aquí, pero nunca hubiera podido imaginar lo que iba a ser. El primer día que se metió en el agua, no podía creer esa sensación totalmente nueva en el cuerpo: no paraba de tocar el agua con las manos, con la cara, de chapotear, de sumergirse, de sorprenderse con cada descubrimiento. No paraba de probar, no paraba de reír. Y yo no paraba de llorar: ver cómo su cuerpo iba aprendiendo a flotar, cómo no se cansaba nunca, ni cuando se caía, ni cuando tragaba agua; verla, día tras día, aprender a dar una brazada, luego cuatro seguidas, luego el ancho de la piscina. Pocos privilegios he sentido tan hondos como el privilegio de estar acompañando a descubrir el agua a alguien a quien le han robado su salida al mar.
(…)
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