Mientras el proceso político de la ONU permanece bloqueado y la población saharaui sigue excluida de cualquier decisión sobre su futuro, una nueva ofensiva se abre paso en el Sáhara Occidental ocupado: la de la normalización económica de la ocupación. Esta vez no llega en forma de tanques ni de muros, sino envuelta en el lenguaje de la inversión, el desarrollo y la transición energética. Estados Unidos y Emiratos Árabes Unidos se han convertido en actores clave de esta estrategia, aportando capital, cobertura política y mecanismos financieros para consolidar una economía construida contra el derecho internacional.
El eje de esta operación es la energía renovable. Parques eólicos, proyectos solares y planes vinculados al hidrógeno “verde” se presentan como iniciativas sostenibles y modernizadoras en un territorio que la ONU sigue considerando pendiente de descolonización. Bajo esta retórica ambiental se oculta una realidad incómoda: no existe consentimiento del pueblo saharaui, no hay consulta alguna a su legítimo representante reconocido por Naciones Unidas, el Frente Polisario, y todas las negociaciones se realizan exclusivamente con las autoridades marroquíes impuestas en el territorio ocupado. El color de la energía no cambia la ilegalidad de su explotación.
Los Emiratos Árabes Unidos desempeñan un papel central en este entramado. A través de fondos soberanos y grandes empresas públicas y privadas del sector energético, Abu Dabi amplía su presencia en Marruecos y la proyecta hacia el Sáhara Occidental. Estas inversiones no son neutras ni meramente económicas: forman parte de una apuesta política que refuerza la ocupación y legitima, de facto, la anexión. El uso de empresas “verdes” funciona como pantalla de respetabilidad internacional, especialmente eficaz en un contexto global marcado por la urgencia climática.
Estados Unidos, por su parte, actúa como facilitador estratégico. El respaldo político otorgado en 2020 a la soberanía marroquí sobre el Sáhara Occidental —carente de valor jurídico internacional— sigue teniendo efectos concretos. A ello se suma el papel de mecanismos públicos de financiación que reducen el riesgo para empresas estadounidenses dispuestas a instalarse en el territorio ocupado. El mensaje es claro: donde el derecho internacional establece límites, la geopolítica y los intereses económicos ofrecen atajos.
Esta convergencia entre Rabat, Washington y Abu Dabi persigue un objetivo preciso: crear hechos consumados irreversibles. Infraestructuras, contratos a largo plazo y dependencia económica sirven para transformar una ocupación militar en una realidad económica “normalizada”, vaciando de contenido el proceso de descolonización y relegando el derecho de autodeterminación a un plano meramente retórico. No se trata de desarrollo para la población saharaui, sistemáticamente marginada, sino de integración forzada del territorio ocupado en circuitos económicos ajenos a su voluntad.
Lejos de ser una cuestión técnica o sectorial, esta estrategia plantea una responsabilidad política y jurídica compartida. Las empresas y Estados implicados no solo contribuyen a la explotación de un territorio ocupado, sino que erosionan activamente el sistema internacional que dicen defender. El Sáhara Occidental se convierte así en un laboratorio peligroso: el de una transición energética utilizada no para reparar injusticias, sino para blanquear una de las ocupaciones más prolongadas del mundo contemporáneo.
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