Es de dominio público que Sánchez le teme –y mucho– tanto a Junts (formación catalana liderada por Carles Puigdemont) como al Majzen (círculo oligárquico alauí que regenta Marruecos). No sabemos si le inquietan los dos por igual, o si le tiene más pavor a Marruecos (ya que no puede predecir ni el momento ni la magnitud de –lo que sea– que puede llegar a hacerle). De lo que no cabe duda es que, para continuar sirviendo al Majzen, Sánchez necesita estar en la Moncloa y, para evitar ser desalojado de la misma, no puede prescindir de Junts; de modo que el miedo a perder el apoyo de Puigdemont, retroalimenta el pánico que le infunde Marruecos.
Esto ha situado al presidente del Gobierno en el centro de una intrincada madeja que parte de la Moncloa y orbita –radial e incesantemente– entre el número 70 de la calle Ferraz, Waterloo y Rabat; con la que busca, desesperado, hilvanar equilibrios imposibles que –muchas veces– escapan a su control y acaban en un auténtico enredo cuya complejidad depende, en el plano doméstico, de las reclamaciones (rayanas en la inconstitucionalidad) de Junts; y en la esfera exterior, de lo que demanda Marruecos para: (1) imponer sus tesis de ocupación ilegal del Sahara; (2) encubrir la grave violación de derechos humanos que perpetra, reiteradamente, en las zonas ocupadas; y (3) ensalzar la monarquía alauí, ocultando su siniestra naturaleza de régimen policial y solapando las severas crisis sociales que se extienden por todo el reino, amenazando la endeble estabilidad de una nación que, desde hace años, está sumida en un vacío de poder, al ser maldecida con un rey enfermo y ausente.
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