La Güera no fue nunca un lugar cualquiera. Fue y sigue siendo, para quienes la aman, una patria diminuta tallada por el viento, la sal y la dignidad. Quienes la habitaron, de entre ellos Aziza Badada, Mohamed Embarek Fakala, Cheijatu Alisalem, Brahim Buyema (que Dios le dé larga vida), y tantos otros, no necesitan monumentos. Su amor por el pueblo, su hospitalidad sin condiciones y su entrega la convirtieron en joya del Sáhara, aunque ahora duela evocarla desde lejos.
El Majzén sueña con un imperio que vaya “de Tánger a La Güera”, pero ni siquiera podrá dormir tranquilo desde el Draa hasta allí. Porque La Güera jamás aceptó enemigos sobre su suelo. Porque quienes nacieron o fueron abrazados por su espíritu, la recuerdan con una ternura que ningún ocupante puede borrar.
Y si alguien quiere saber si de verdad existió, basta con mencionar nombres que aún viven en la memoria colectiva: Lambergue, donde la autoridad se entrecruzaba con la vida cotidiana; Alfaturia, pulmón económico y social del puerto; Lemmelia, con su vibración callada; y el bazar de Mohamed Kori, donde los días tenían sabor a encuentro, trueque y café.
No sabe lo que se ha perdido el Estado español al abandonar al Sáhara y a su pueblo. Solo con las riquezas que encierra el entorno de La Güera: marinas, pesqueras, energéticas y geoestratégicas, se habría convertido en el país más rico de Europa, y quizás del mundo. Pero el servilismo del rey emérito y sus secuaces, que traicionaron compromisos y principios, pudo más que el verdadero interés de España. Fue una traición disfrazada de transición.
En esos rincones dormita la dignidad de un pueblo. Y aunque las paredes se hayan derrumbado y el viento arrastre la arena por donde un día hubo calles, La Güera sigue viva, porque hay lugares que, aunque parezcan borrados del mapa, laten en la memoria como si fueran promesa.
B.Lehdad.