“Buenas tardes, señores pasajeros. Bienvenidos a bordo de este vuelo Ryanair FR506 con destino a Dajla. La duración del vuelo es de aproximadamente tres horas y cinco minutos”, explica Magdalena, la azafata que habla en nombre de la tripulación. El vuelo despega puntual, alrededor de las 14 horas del aeropuerto Adolfo Suárez Madrid-Barajas. La compañía de bajo coste comenzó a operar la línea hace apenas unas semanas, un capricho de las autoridades marroquíes en su cruzada por reivindicar la marroquinidad del Sáhara Occidental, la antigua provincia española ocupada por el reino alauí desde 1976 y, según la ONU y el derecho internacional, la última colonia de África pendiente de decidir su futuro.

En la propaganda turística, las autoridades marroquíes venden Dajla -la otrora Villacisneros española- como “un pequeño pedazo de paraíso, perdido entre las aguas del Atlántico y las arenas del Sáhara”. “Estar allí es una delicia para ser consumida con moderación”, advierte la autoridad turística marroquí como si se tratara más de una bebida alcohólica que de la brutal realidad: una ciudad bajo ocupación en la que los saharauis, sus únicos y legales propietarios, viven los estragos del control policial, las vejaciones, la discriminación y el terror que ordenan desde Rabat.

Un avión para 30 pasajeros

La parroquia que viaja en busca de esa supuesta Arcadia de surferos y winsurfistas, “un remanso de paz” en un territorio disputado, es realmente escasa. Cuento apenas una treintena que, una vez abrochados los cinturones y depositado el equipaje en los compartimentos superiores, enfila tres horas de vuelo desperdigada por el aparato. Hay algunos grupos de turistas; algún trabajador y un puñado de locales. Durante el vuelo, hay quien aprovecha para dar una cabezada o dejarse embaucar con la sucesión de “Rasca y gana” -14 boletos a 10 euros-; el servicio de catering a bordo; o la venta del duty free –“fragancias para él o para ella: una 20 euros; 2, por 30”, pregonan insistentemente-.

A las dos horas de vuelo, por las ventanillas del avión asoma la costa del Sáhara Occidental, la que fuera la provincia número 53 de España. Una línea jalonada de mar y áridos acantilados por la que discurre, en paralelo, una carretera. Más allá, el desierto. Inmenso. Sin fin. Tan enigmático como seductor. La megafonía del avión avisa que ha comenzado el descenso. En el último tramo sobre el manto de polvo que proyectan las ventanillas aparecen grandes superficies cuadradas, formadas a base de hileras rectangulares. Son los invernaderos, los mares de plástico que Marruecos ha instalado en Dajla, convertida en un lucrativo negocio de expolio de los recursos naturales que el Tribunal de Justicia de la Unión Europea puso bajo escrutinio el pasado octubre al dictaminar que el acuerdo agrícola entre Bruselas y Rabat incluía un territorio pendiente de descolonización en el que jamás se obtuvo el consentimiento del pueblo saharaui.

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