Por: Larosi Haidar.
Tras el primer año de negrura y terror, inyectados despiadadamente en toda alma saharaui a fuerza de violaciones, torturas y asesinatos masivos que las hordas alauitas cometían sin miramientos, parecía que se hizo un poco la luz. Engañosa, muy engañosa, pero al fin y al cabo era una luz. Lucecita. Se podía salir a la calle. Los niños podíamos jugar fuera de casa. Fui al cuarto de los trastos en busca de una pelota. Unas cuantas cajas, el armario…, y hete con lo que me topo: unas aletas. Las tomo, acaricio su suave azabache y me sumerjo aleteando en su memoria, pues no eran unas aletas cualesquiera, eran Las aletas. Sus aletas. Las aletas que él utilizaba en su entrenamiento de preparación para ser buceador con la Empresa, años atrás, antes de que España tomara las de Villadiego y llamara a esta acción de abandono Operación Golondrina. Nombre muy pertinente desde el punto de vista de la rapidez del abandono pero que, desde el punto de vista de su espíritu, debió llamarse más bien Operación Gallina.
Afortunadamente, las aletas seguían en perfecto estado y más o menos sujetaban mis pies. No como antes, cuando él estaba, que me parecían del tamaño de una tabla de surf. Recuerdo su sonrisa cómplice y su broma:
– Come algo, espera unos minutos para que te haga crecer, y verás cómo te quedan bien.
(…)
Texto completo en: Generación de la Amistad saharaui: El mártir