Gonzalo Moure Trenor y el mundo saharaui

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La literatura suele ser un inapreciable puente para que muchas personas en el mundo se conecten entre sí de manera tal que lamentablemente a veces no lo permite la vida misma.

Esta apreciación que podría resultar obvia, trata sobre todo de reivindicar el poder de los libros en la transmisión de una serie de valores, sobre todo humanos, que de otro modo no serían bien recibidos cuando parten de cierto emisor hasta el hipotético receptor al que puedan llegar. El mundo contemporáneo, a la vez que socializa los soportes más modernos y las nuevas tecnologías, produce un hondo vacío de comunicación, sobre todo humana, espiritual que, sin embargo, todavía los libros mantienen en plena vigencia pese a su antigüedad. Testimonio de tiempos, tendencias, espacios o psicologías, de mil maneras posibles (y a veces presumiblemente imposibles) los libros sirven siempre de vehículo transmisor, no solo de emociones, sino realidades bien diferentes y empatías de cualquier tipo.

Estas ideas me vinieron a la mente desde la primera lectura de los cuentos que conforman lo que hoy considero un libro singular, de esos que uno nunca se encuentra con frecuencia y que, no obstante, le dejan una huella profunda.

Imagen: La Jiribilla

Conocí personalmente a Gonzalo Moure Trenor hace un par de años en un Maratón de cuentos, dedicado al autor como emisor de ideas, organizado por Leonor Bravo en la ciudad de Quito, pero por la cantidad de autores participantes y el apretado programa, aquel fue casi un encuentro casual y apenas cruzamos un par de frases de cortesía e intercambiamos algún que otro libro.

Sin embargo, quiso la vida que unos meses después, ambos fuéramos convocados a un evento sobre literatura para niños en la ciudad de Valencia, estado Carabobo, Venezuela. En las preliminares del Encuentro Por la Literatura Infantil, ya me lo había presentado muy encomiásticamente el alma organizadora de esta cita —que se realiza desde hace una década— la conocida escritora y periodista Laura Antillano, artífice en la fundación de revistas, la creación de foros y otros espacios para mover ideas en torno al oficio del escritor y su papel en la formación lectora y, también, animadora principal de la colección y el Taller de creación La Letra Voladora.

Aunque sabía de los múltiples premios de Gonzalo en el competitivo mundo de la literatura infantil y juvenil (LIJ) en España, nunca había tenido la oportunidad de trabar conocimiento personal con él o con su obra y ese fue el momento en que pude constatar que solo alguien de su sencillez (que no simpleza), de su candor y altruismo podría ser capaz de escribir un libro como el que les presento hoy.

Durante muchas sesiones de diálogo fui descubriendo los frecuentes viajes de Gonzalo a la tierra saharaui, de su luchar por convertirse en un embajador de buena voluntad en España para defender los derechos de esa gente que vive entre la arena y el misterio del desierto y a la vez alienta el sueño de un mundo mejor. En ocasiones, me habló con dolor de sus a veces frustrados viajes, cuando los conflictos en el territorio llegan a tal punto que se les niega el acceso a los extranjeros para salvaguarda de sus vidas. Desde organizar contingentes solidarios para llevar medicamentos o hacer reportajes, hasta fundar bibliotecas a partir de los fondos de las editoriales ibéricas que brinden su concurso o promover (y mediar en la publicación) la obra de un poeta local como Limam Boicha, Gonzalo Moure ha hecho más que suya la razón de ser de los saharaui y hasta ha creado una biblioteca móvil que todo el año, cual si fuera el camello de un Rey Mago, viaja repartiendo libros por el desierto del Sahara occidental: El Bubisher.

Al manifestarle mi interés de publicar en Cuba sus historias sobre los saharauis, con esa modestia que le caracteriza, una sonrisa le alumbró un rostro de ojos brillantes y coronado de una barba blanca y me dijo: “Claro, si ustedes los cubanos también les han apoyado en su causa durante muchos años”.

Imagen: La Jiribilla

Hojas de la Hamada es un fiel retrato de un mundo que a cualquier lector de este hemisferio podría parecerle exótico, sin embargo, para Gonzalo es parte de su haber cotidiano desde que en una posición sublimemente quijotesca decidió apostar por la suerte del pueblo saharaui y su causa en la lucha por tener un espacio vital donde desarrollar su vida (a veces subsistencia) y sus sueños.

Este volumen que recién acaba de publicar la editorial Gente Nueva por su colección Veintiuno presenta tres historias de amor y sufrimiento, de gente que sueña y ama y habita en un mundo injusto que lucha por cambiar; historias del desierto, donde la confianza del ser humano en el futuro es su mejor oasis para creer en la vida y el prójimo; historias en las que una palabra vuela entre palmeras y es arrastrada lejos, tan lejos como la lleva el siroco, aquel viento que viaja las distancias, hacia el infinito y más allá…

Un río de lágrimas, que fuera publicada por la editorial caraqueña El Perro y la Rana, a través del sueño de un abuelo que anhela ver el mar, cuenta la odisea de un pueblo al que por un conflicto político que parte de las diferencias étnico-religiosas, le es negado el acceso a la costa que puede representarle una fuente de vida.

El ambiente poético que se respira a lo largo de la historia y a la vez el entorno agresivo en que la misma se desarrolla, van llevando al lector por un espacio mágico-realista en que se alternan planos narrativos que van dando paso a los sentimientos de quienes tratan de complacer al abuelo para que cumpla su sueño, que no es un sueño personal, sino el de un pueblo que clama justicia y futuro.

La progresión de este cuento que casi funciona como una noveleta, nos va cautivando y lleva de emoción en emoción al punto que el final nunca es previsible y aunque no sea de Happy End como a veces se acostumbra en las historias para niños y adolescentes, resulta poderosamente aleccionador y de un lirismo casi hiriente. La frase epitafio del abuelo Mulud habla por sí misma del sentido de lucha y rebeldía que el autor da a su argumento, el mismo que ha visto en el pueblo saharaui durante sus años de relación con muchos de sus hijos: “Plantad vuestra jaima en la playa. Y ya nada os volverá a arrebatar el mar”.

Hojas de la Hamada por su parte, cuenta de un mundo sin hojas, donde ya desaparecieron los árboles y sus hojas se fueron en infusiones, hogueras para espantar el frío o cocer los alimentos, pócimas que curen la salud y en su defecto aparecerán entonces las hojas de papel, las hojas de los libros mediante los cuales Zía, de quien “murmuran cosas que son mentira: que es bruja, que es amiga de los djunn, los genios del desierto”, les hablará a muchos niños de la importancia de la lectura en un entorno cualquiera, pero sobre todo en un mundo desértico como aquel donde tan poco hay que leer si apenas se divisan las fronteras del más allá. El cuento es un sentido tributo a la lectura, experiencia vital para cualquier ser humano que se precie de serlo, enriquecedora práctica que le permite alternar las ideas e ir descubriendo que hay otro mundo invisible desde la realidad, pero que alienta en las páginas de los libros, un mundo que nos permite crecer, viajar, enriquecernos espiritualmente y sobrevivir, aunque vivamos en el peor de los mundos posibles.

Y un buen día, Zía, especie de alter ego femenino de Gonzalo, les dará también a cada uno de esos mismos niños que ya se acostumbraron a escuchar historias, un lápiz y una libreta para que elijan de qué quieren hablar luego de mirar a su alrededor y entonces les explica:

“Sí, dijo entonces Zia sin hacerles caso, sonriente, ya sé que suena tonto, pero todo lo que hay en el mundo nos habla, aunque sea sin palabras. Solo hay que saber descifrar lo que nos dice”.

De algún modo esta sencilla historia define la intertextualidad del libro que se lee con el que se puede escribir solo releyendo nuestras circunstancias y la posibilidad de crecimiento espiritual que esto puede propiciar en una infancia, que en definitiva es la promesa de un futuro…

Por último El silbo del dromedario que nunca muere es un bello relato que con aire de parábola bíblica nos cuenta de Kinti, el niño del desierto que un buen día encuentra el esqueleto de un camello y bajo él, enterrados en la arena, un cayado, una honda y un zurrón que al abrirse deja ver dos libros: un Corán y una obra de poesía. Asombrado y satisfecho, el niño dará el cayado a su abuela anciana para que guíe sus pasos, pero se guarda la honda y el zurrón con su valioso contenido hasta que su padre lo descubre y regaña y le quita todo. El abuelo de Kinti lee cada día el Corán mientras él le escucha embelesado, pero un día, al ponerle el muchacho el libro de poesía en sus manos, descubrirá el sentido musical de la poesía, sucumbe ante el lirismo de tanta belleza que allí se expresa y se va aficionando a las letras y al sentido extraordinario y sorprendente que guardan las palabras. Otra historia que nos da el autor para reivindicar lectura y escritura, pues en el desenlace del cuento, cuando el protagonista ha crecido y sabe leer y disfruta de aquellos poemas de Miguel Hernández publicados en Argentina que el azar puso en sus manos al cruzar los caminos del infinito desierto, se demuestra el poder no solo alfabetizador que se ha producido en él, sino la hondura humana de sus sentimientos.

En una historia que como serpiente mordiéndose la cola se cierra a sí misma en un ciclo perfecto, un buen día cuando Kinti es convocado a un acto que marca su adultez, enterrará a su vez el zurrón y la honda, pero en esta ocasión con los poemas que él mismo se ha aficionado a escribir mientras susurra: “espera, ten paciencia, un niño vendrá un día y te encontrará, y leerá mis poemas. Y ese niño aprenderá también a lanzar con la honda primero piedras y después versos, porque siempre hubo niños pastores, pastores poetas, y siempre los habrá”.

Definitivamente, Gonzalo Moure Trenor nos envuelve con su magia de narrador en estas conmovedoras historias para sensibilizarnos hacia la realidad de aquel pueblo que se sueña un país que todavía no le existe, que se le pierde en la bruma y, sin embargo, pese al tiempo y las inexorables distancias, consigue aferrarse a ese sueño, a esa impar esperanza.