El nuevo ministro de Asuntos Exteriores, José Manuel Albares, un diplomático de competencia probada, según varios de sus compañeros y compañeras de carrera, se ha estrenado con un reto duro, sin ninguna duda, y que le ha costado el cargo a su antecesora, Arancha González Laya: restaurar la relación de España con Marruecos, nuestro vecino y el de Europa. Es un clásico en la política española asumir que España (y Europa) y Marruecos estamos condenados a entendernos para sobrellevar la cuestión migratoria y la seguridad, sobre todo, contra el terrorismo yihadista del Magreb.

La diferencia entre la concepción democrática de España y la de Marruecos, que la niega y la reprime de facto, es motivo frecuente de roces entre ambos países y no precisamente por que nuestros gobiernos hagan llamamientos humanitarios a la monarquía absoluta de Mohamed VI. En realidad, los roces suelen venir porque el caprichoso rey marroquí se ofende por algo. Cuando se le reprocha, por ejemplo, desde España y desde la ONU su política represora sobre el Sáhara, colonia a la que España abandonó en sus garras a cambio del apoyo al reinado de Juan Carlos I como sucesor de Franco.

Albares tomó posesión el lunes de su flamante cargo como jefe de la Diplomacia española girando el timón de las críticas a Marruecos y elogiándolo como «gran amigo». (…)

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