Desde hace unos años a esta parte, Mohamed VI está promocionando y exponiendo a todo aquél que quiera escucharle (y también al que no quiera) lo que él denomina “propuesta de autonomía para el Sahara”. ¿Cómo puede alguien pensar –no ya pretender– proponer un estatuto de autonomía para un territorio que no le pertenece, que está fuera de los límites fronterizos de su país y sobre el que no ostenta ninguna soberanía?

Semejante despropósito solo cabe en la mente de un enajenado o de alguien henchido y cegado por el poder –como Trump– que, además de creerse por encima del bien y del mal, está convencido de que las leyes están hechas para el resto de los mortales pero no para él (llegando, incluso, a plantearse anexionar Canadá y Groenlandia). Una cosa es intentar invadir un territorio y tratar de someterlo por la fuerza como hizo Hasan II, que pagó muy caro su craso error de subestimar a los saharauis, y ¡murió sin conseguirlo!; y otra bien distinta es que el memo (descrito con indulgencia inmerecida) de su hijo, medio siglo después, se arrogue, sin más, ese mismo territorio (que ni él ni su padre han podido subyugar) y, encima, tenga la osadía de sugerir tal disparate.

 

Pero ¿Cómo, cuándo y dónde empezó todo?

El 16 de octubre de 1975, el Tribunal Internacional de Justicia (TIJ), órgano judicial principal de las Naciones Unidas cuyos fallos son vinculantes para los Estados, emitía el siguiente veredicto: “La conclusión del Tribunal es que los materiales y la información que le han sido presentados no establecen ningún lazo de soberanía territorial entre el territorio del Sahara Occidental y el reino de Marruecos o el conjunto mauritano. Así pues, el Tribunal no ha encontrado lazos jurídicos de tal naturaleza que modificaran la descolonización del Sahara Occidental y en particular el principio de autodeterminación a través de la libre y genuina expresión de la voluntad del pueblo del territorio”.

Aquel otoño, el revés jurídico indiscutible sufrido por Hasan II en su ansía de anexionar el Sahara, situaba a España en la difícil encrucijada de tener que elegir entre asumir su responsabilidad como potencia administradora de iure del territorio que es, y cumplir  con los compromisos internacionales inherentes a la misma y a la defensa de los derechos del pueblo del Sahara; o plegarse, resignada y humillantemente, a las exigencias de Hasan II y entregarle –servida en bandeja de plata– su provincia 53. Para empeorar las cosas, Franco, que era el único que podía pararle los pies al sátrapa alauí, se debatía entre la vida y la muerte. Hasan II era consciente de ello y sabía que, con Franco fuera de combate, tenía vía libre para avasallar al Gobierno de Arias Navarro y al Príncipe Juan Carlos de Borbón (Jefe de Estado en funciones) y revolverse contra el dictamen del TIJ. Ironías del destino. El prestigio, la dignidad y el honor de España dependían de un hombre moribundo que había gobernado el país con mano de hierro durante cuarenta años. España dejaría atrás la dictadura para estrenarse en una democracia azorada, descafeinada y frágil que sabía a rendición y a traición.

España dejaría atrás la dictadura para estrenarse en una democracia azorada, descafeinada y frágil que sabía a rendición y a traición

El pronunciamiento –desfavorable– de la Corte Internacional no fue una sorpresa para Hasan II. Astuto, sagaz y maquiavélico donde los haya, intuía que era más que probable;  pues, de inmediato, puso en práctica el plan de contingencia (urdido con meses de antelación) basado, esencialmente, en ejercer un alto grado de coerción política violenta y, a la sombra de esta, hacer uso expeditivo de la fuerza militar.
Así, en un principio, encomendó al coronel Ahmed Dlimi la ejecución de acciones encubiertas en la capital, para sembrar el pánico y la confusión en la población y alterar el ritmo de vida sosegado y apacible que –hasta entonces– imperaba en las calles del Aaiún.

Seguidamente, concentró en la frontera a 350.000 de sus súbditos (en su inmensa mayoría campesinos pobres, indigentes, vagabundos y delincuentes) que previamente habían sido reclutados en una criba social (centrada en zonas rurales, áreas marginales y suburbios) que abarcó todo el reino; y trasladados en trenes hasta Marrakech, para continuar su viaje en una interminable caravana de 7813 camiones que, tras hacer un alto en Agadir, puso rumbo a la frontera. Este colosal despliegue (que se conocería en el Sahara como la “Marcha Negra”) se efectuó con la ayuda de EE.UU. y Arabia Saudí, siendo su principal ideólogo y promotor el conocido secretario de Estado americano (de ascendencia judía) Henry Kissinger.

Los acontecimientos se precipitan y el órdago lanzado por Hasan II copa los titulares de los rotativos y encabeza los informativos de las televisiones –de tubo– de todo el mundo. Son días difíciles en los que España, no solo se juega su provincia 53, sino también su reputación y su credibilidad como potencia europea. Su decisión puede convertirla en un destacado actor geopolítico a tener en cuenta, o condenarla perpetuamente a la irrelevancia sin pena ni gloria.

Carlos Arias Navarro, aturdido y sobrepasado por la situación, envía a Rabat, primeramente, a José Solís, ministro del Movimiento y amigo personal de Hasan II, y, tres semanas más tarde, a Antonio Carro, ministro de la Presidencia; para suplicar, literalmente, al monarca alauí, detener el progreso (o al menos simular el retroceso) de la Marcha Negra, precisando que su Gobierno desea, únicamente, guardar las apariencias; pero Hasan II no da su brazo a torcer.

La marabunta de desarrapados, en medio de un siroco implacable y ráfagas de polvo igual de inclementes, estaba traspasando la frontera por poniente; y, simultáneamente, por levante, el ejército de Hasan II se internaba en territorio saharaui para ocupar las localidades de Echedeiria, Hauza  y Farsía que España había abandonado.  El incipiente Ejército de Liberación Popular Saharaui (ELPS), con los escasos medios de que disponía, se enfrenta a las columnas de las FAR en durísimos combates que, si bien no logran impedir la ocupación de los enclaves, dificultan el avance del enemigo, causando numerosas bajas en sus filas y consiguiendo hacerse con vehículos y material bélico que engrosarían su modesto arsenal. La guerra, a la que tanto temía el Gobierno de Arias Navarro, hasta el punto de preferir la huida deshonrosa (en contra de la voluntad de sus propios soldados) y la omisión del deber dejando solos a los saharauis; había comenzado, con la bandera de España ondeando, aún, en la capital del Sahara Español.

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El Sahara no es El Dorado que Hasan II prometió a sus tropas. Es una tierra infernal cuya simple mención evoca, en el soldado marroquí, la muerte, la sangre, el polvo ocre y la sed.

Hallándose en esta situación, el ejército marroquí se vio obligado a renunciar a la libertad de acción (lo cual significa, de facto, en el lenguaje de la guerra, dar ésta por perdida) y opta por una estrategia meramente defensiva, parapetándose detrás de una serie de muros defensivos que, además de suponer un enorme coste (militar y humano) y asfixiar la resentida economía del Reino; no aliviarán la grave situación de declive en que se hallan las FAR y tampoco impedirán que el ELPS siga dominando en el campo de batalla.

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Aun así, Marruecos confía en que Sánchez y Macron (sus dos “grandes amigos” que tienen en común, además del fracaso político y su propensión a la incoherencia; el haber sido espiados por él a través del software malicioso Pegasus) no escatimarán esfuerzos en tratar de “arañar” lo que se pueda de los recursos naturales del Sahara, a pesar de la sentencia del TJUE.

En definitiva, con este absurdo de la “autonomía” marroquí, estamos asistiendo a la viva representación del cuento de Andersen, aquel en el que el rey desfila desnudo, mientras el público (en este caso su público –Sánchez, Macron, Trump–) alaba el fastuoso traje que vestía. Nadie se atrevía a decir lo contrario porque se había corrido la voz de que los tontos y los ineptos son incapaces de ver el traje del rey, hasta que un niño dijo “¡Pero si va desnudo!”, entonces se rompió el hechizo y la multitud gritó que el rey iba desnudo. Este, que los oyó perfectamente, no se dio por aludido y, al igual que Mohamed VI, siguió desfilando. Era el rey y, por la razón –coyuntural– que sea (extorsión, interés) tanto Sánchez, como Macron y Trump, deben seguir elogiando el ostentoso traje que luce aunque no exista.


Abderrahman Buhaia es intérprete y educador saharaui