Suelo decir que a nadie se le ocurra invitar a un saharaui a unas lentejas. No porque no nos gusten las lentejas, sino porque las hemos comido -y seguimos comiendo- de manera continua en un campo de refugiados. Recuerdo comer muchas en mi infancia y mientras sigo viendo la dieta precaria de todo mi pueblo, la respuesta del Partido Socialista siempre es la misma: «¡Somos los más solidarios con el pueblo saharaui!». Como si un pueblo rico en recursos naturales necesitara solidaridad. Son, precisamente, frases como esta la que muestran lo lejos que estamos en las instituciones de la responsabilidad.
El mes pasado, arrancaba el trabajo de las diferentes Comisiones Parlamentarias, grupos de trabajo permanentes en los cuales el trabajo parlamentario se divide en diferentes áreas temáticas para llevar a cabo debates especializados; así, en el caso de la Comisión de Cooperación Internacional para el Desarrollo, se tratan los temas relativos a la cooperación de España con terceros países. El día de la constitución de esta comisión pude escuchar que se hablaba de ella en términos de «esta comisión es bonita». Lejos de personalizar mi crítica en las personas que tienen esta visión romántica de la cooperación, sí quiero rescatar estas palabras como un claro reflejo de la imperante necesidad de una nueva mirada hacia esta comisión y las acciones que suele llevar a cabo.
La verdad es que la cooperación no es en absoluto bonita, ya que su existencia refleja que el mundo, de forma colectiva, ha fracasado en la solución de miles de conflictos donde el diálogo y la política han brillado por su ausencia. Pero, sobre todo, no es bonita porque no es el resultado de un profundo ejercicio que busque la memoria, justicia y reparación. Por el contrario, para los pueblos del sur global, la cooperación responde a una tirita colonial que los países del norte ponen para intentar tapar sus vergüenzas. Es una manera que tienen, en definitiva, de disimular sus responsabilidades históricas. Y ¡ojo!, el objetivo de esta reflexión no es desmerecer la cooperación y su importancia en un contexto tan imprescindible como el que estamos viviendo en la franja de Gaza, en los campos de refugiados saharauis o en el cuerno de África. La pregunta que surge y que parece realmente necesario plantearse en este momento es qué pasa cuando la cooperación se prolonga en el tiempo como para suplir la falta de una solución política.
¿De qué sirve tener una sociedad solidaria con el pueblo palestino mientras nuestro gobierno sigue teniendo relaciones con el estado genocida de Israel? ¿De qué sirve apoyar la UNRWA con 3,5 millones de euros si seguimos con la exportación de munición de España a Israel? La posición de España, aunque se quiere maquillar como una posición valiente, dista mucho de lo que los pueblos oprimidos necesitan, porque dista, precisamente, de escuchar a los pueblos. No se puede defender al pueblo palestino mientras apoyamos a quien lo quiere eliminar.
Y es en situaciones como esta, de acciones contradictorias entre sí, donde se recupera la palabra «cooperación» como la aspirina que aliviará la urgencia humanitaria, mientras da respuesta a las demandas de la sociedad española; una aspirina que solo alivia momentáneamente al pueblo palestino, pero que nos hace sentir mejor a nosotros. Está bien aliviar un síntoma, pero lo que se necesita, de verdad, es tratar la causa: la única solidaridad que necesitan los pueblos oprimidos es la valentía que requiere una solidaridad política real. Y esa posición no trata de erigirse desde el Norte como salvadores del Sur -¡eso jamás!-, sino que debería ser una cuestión de coherencia moral. Serán los propios pueblos quienes batallarán por su libertad, ya que, como en cualquier lucha de base, la revolución siempre la hacen los de abajo, y cada día me reafirmo más en ello. La revolución es del pueblo y la política la debe hacer el pueblo.
Y ahora, probablemente, te preguntarás «¿Qué haces en política?¿Si eres Gobierno?…» Y me gustaría responderte a ellas: Siempre he hecho política, y creo que estar dentro de la institución es un acto de responsabilidad hacia las generaciones pasadas, pero, sobre todo, es una responsabilidad con las futuras. Hace tiempo me di cuenta de que estar en la institución también era resistencia porque disputar este espacio a lo hegemónico también es hacer la revolución. Como decía la frase de Frantz Fanon en Los condenados de la tierra: «Cada generación, dentro de una relativa opacidad, tiene que descubrir su misión, cumplirla o traicionarla.» Por ahora sé que esta es mi misión, aunque suponga, demasiado a menudo, un chaparrón de críticas. Y es que yo, lejos de representar la diversidad de este país en el Parlamento, quiero ser el buzón de críticas de todos aquellos que ven en mí un ápice de esperanza para cambiar la institución desde dentro. Esto es algo que asumo con responsabilidad y sin excusa.
¡Ninguna misión es sencilla! ¡Empecemos por dejar de llamar bonita a la cooperación!
Origen: La Cooperación: una tirita colonial de Norte a Sur – Dominio público | Público