El conflicto del Sáhara Occidental es, desde hace casi medio siglo, una de las mayores vergüenzas de la comunidad internacional. Un pueblo sometido a la ocupación, a la violencia sistemática y al expolio de sus recursos, mientras gobiernos cobardes, medios de comunicación vendidos y organismos internacionales hipócritas miran hacia otro lado. Sin embargo, contra ese olvido planificado, la causa saharaui resiste. Resiste como un grito incómodo que no desaparece, como un símbolo persistente de dignidad y lucha en un mundo acostumbrado a traicionar a los débiles.
Un conflicto congelado… y manipulado
Desde 1975, con la firma de los vergonzosos Acuerdos de Madrid, España abandonó de facto su responsabilidad histórica como potencia administradora del Sáhara Occidental, dejando vía libre a la invasión marroquí. Desde entonces, Rabat ejerce una ocupación militar sobre dos tercios del territorio saharaui, mientras miles de refugiados malviven en los campamentos de Tinduf (Argelia) esperando un referéndum de autodeterminación que la ONU prometió y jamás cumplió.
A lo largo de estas décadas, la «comunidad internacional» ha normalizado esta violación del derecho internacional. La MINURSO —única misión de paz de la ONU sin mandato para vigilar los derechos humanos— es el triste reflejo de esta farsa diplomática. Mientras tanto, empresas europeas, israelíes y marroquíes saquean los fosfatos, la pesca y otros recursos saharauis con la complicidad activa de gobiernos como Francia, Estados Unidos, Israel o España.
La guerra silenciada
Desde la ruptura del alto el fuego en noviembre de 2020, la guerra ha regresado oficialmente al Sáhara Occidental, aunque a ojos del mundo no exista. Marruecos utiliza drones de fabricación israelí y armamento occidental para bombardear a combatientes saharauis —y en ocasiones, a civiles y viajeros internacionales— en el Sáhara liberado. Sin embargo, estos crímenes son ocultados sistemáticamente por los grandes medios, que prefieren hablar de estabilidad regional, inversiones extranjeras o de la «marroquinidad» del Sáhara, como si la anexión colonial fuese un hecho consumado e incuestionable.
Gaza, Ucrania… ¿y el Sáhara?
Los dobles raseros son evidentes. En Gaza, la ocupación israelí provoca una justa indignación mundial (aunque muchas veces sin consecuencias reales); en Ucrania, la resistencia contra la invasión rusa recibe armas, fondos y apoyo diplomático. ¿Por qué el pueblo saharaui, víctima también de una ocupación ilegal, de un muro de separación y de crímenes de guerra, no merece la misma solidaridad activa? La respuesta es incómoda: los intereses económicos, geopolíticos y militares pesan más que el derecho de los pueblos.
Además, la creciente alianza militar entre Marruecos e Israel, sellada con los Acuerdos de Abraham y la apertura de embajadas, estrecha aún más esta relación de colonialismos gemelos. Gaza y el Sáhara Occidental son hoy dos trincheras de resistencia frente a ocupaciones amparadas por Occidente.
La resistencia que incomoda
Pese al silencio mediático, la causa saharaui persiste. En las instituciones internacionales, en los movimientos solidarios, en las manifestaciones en Madrid, París o Berlín, en los documentales censurados o en los comunicados del Frente Polisario desde el desierto. También resiste en cada saharaui que no acepta la humillación, que enseña a sus hijos el nombre de su tierra ocupada, que sueña con volver a El Aaiún libre.
El Sáhara Occidental no es sólo un territorio pendiente de descolonización: es un espejo incómodo para un mundo que ha olvidado sus propias leyes y principios. Por eso resiste. Porque no puede ser reducido a una nota de pie de página en la historia. Porque su dignidad es universal.
¿Olvido o símbolo?
La pregunta sigue abierta: ¿el Sáhara Occidental quedará como un conflicto silenciado, enterrado bajo décadas de hipocresía y traición, o se convertirá en un símbolo global de resistencia, como Palestina, como Vietnam, como Argelia?
Dependerá de nosotros, de nuestra memoria, de nuestra solidaridad, de nuestra capacidad de romper el muro del silencio.
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