Con la resaca del 28-M, la amordazada prensa marroquí exhibió cierto luto por “la derrota de los aliados de Marruecos” en España. El duelo, en cualquier caso, resultó fugaz. Desde entonces los mentideros al otro lado del Estrecho han tratado de calmar los ánimos celebrando que el PP, el probable vencedor del 23-J a tenor de los sondeos, es “un partido de Estado” consciente del manual que sucesivos gobiernos españoles han aplicado en la relación siempre procelosa con un vecino incómodo y caprichoso. La cita con las urnas, advierten los observadores de esos frágiles lazos, abre una nueva oportunidad para que Rabat ponga a prueba a actuales y futuros inquilinos de la Moncloa.

En realidad, la sombra de Marruecos ha planeado durante toda la legislatura. De un modo u otro, las acciones pergueñadas en el reino alauí han tenido su efecto en la política española: desde la airada respuesta a la acogida de Brahim Ghali, en forma de la llegada masiva de migrantes a Ceuta y ruptura de relaciones, hasta el espionaje de los móviles del presidente y algunos de sus ministros vía Pegasus, la caída en desgracia de Arancha González Laya y la entrada en escena de José Manuel Albares o el repentino y nunca explicado cambio de posición en el contencioso del Sáhara Occidental. “Todos estos acontecimientos han dejado un poso de sospecha y han terminado sembrando la duda sobre las motivaciones de Pedro Sánchez al tomar ciertas decisiones”, señala en conversación con El Independiente Manuel Torres, catedrático de ciencias políticas de la universidad Pablo de Olavide de Sevilla.

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