naiz: cartas – La montaña de la arboleda de pinos – Ali Salem Iselmu | Periodista y escritor saharaui

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La montaña de la arboleda de pinos

Cuando la claridad se apoderó del cielo aquella tarde, él se detuvo a observar el camino que dividía la montaña a contemplar la arboleda de pinos en el interior del bosque. En el caserío no se oían las palabras que transportaba la tarde, tampoco se oía el relincho de los caballos. Miró por última vez el pequeño huerto, estaban las calabazas con sus flores amarillas y blancas, pequeños frutos salían de su interior. Las plantas de tomates tenían diminutas frutas que colgaban de sus ramas. En ese momento recordó las palabras, el paso constante de los camiones, la llegada inesperada de alguien perdido en busca de un lugar.

Caminó unos pasos, allí estaba la vegetación que cubría la larga valla. El campo de maíz nacía del interior de la tierra en busca del sol y la humedad del cielo. Hoy es el último día se dijo en silencio y contuvo la respiración. Las largas noches de invierno, la niebla que cubría cada mañana y la nieve blanca se quedaron atrás como otros tantos recuerdos.

Se acordó de las cisternas que transportaban la leche, de cada palabra que oía sobre la cosecha de trigo allí en Salinas de Añana donde el agua se evapora y la sal cristaliza sobre la tierra de valles y montañas.

En su mente estaba el desierto de Teneré, mientras iba avanzando rodeado de enormes paredes y de aquel tejado en el que se veían pequeñas grietas por las que penetraba el sol. La caravana de sal volvía a su mente. Entonces recordó aquel guía que buscaba una estrella cerca del oasis de Bilma donde perseguía la salvación de cada animal y hombre que llevaba la preciada sal a las tierras del sur.

La sal de Bilma y Salinas de Añana estaban allí en ese momento, él buscaba en cada lugar parte de la historia que había conocido y vivido de pequeño. Sabía que la sal y la leche eran productos apreciados que conoció de pequeño cuando iba con su padre detrás de las huellas del ganado.

Cerca escuchó las campanadas de un cencerro que colgaba de las reses, a partir de ese momento supo que el sonido era una huella imborrable en el interior del alma. Avanzó de forma lenta, mirando cada detalle de la pared desgastada, la huella del agua que caía formando un charco sobre el suelo. Un lugar lleno de recuerdos y misterio, en el que aparecían calendarios de papel desgastados como el pasado que anunciaban y que no volverá. Le traían a él momentos inolvidables.

Se miró en el espejo desgastado, volvió a encontrar las cicatrices de su rostro, el paso inevitable del tiempo. Avanzó hacia la enorme columna, recordó las palabras en el interior del huerto, el escarabajo que devora las plantas y que su amigo intentaba quitar todos los días.

Cuando atravesó la enorme puerta, vio la planta de hierbabuena, se acordó de su olor y de las hojas que se abrían en el interior de una tetera. Entonces recordó a su amiga, la vecina del caserío cuando le traía revistas de lugares lejanos. Le hablaba de Legutiano y Urrunaga.

Cierta lágrima se deslizó de sus ojos, escapó de forma inevitable cuando llegó a la pequeña caseta. Observó la montaña de la arboleda de pinos, el huerto y el caserío. Un silencio se apoderó de sus ojos, mientras caminaba en busca de un nuevo sendero.

Sabía que había llegado la hora de un nuevo camino, un camino largo que él persigue desde pequeño. Un camino en el que crecen las flores en el pequeño huerto y se secan en el otoño con la llegada del viento del norte que traía aquella lluvia de gotas finas que se apodera del bosque.

En el bosque escuchó los cencerros,
era la noche oscura
contempló las nubes
la lluvia fina
el sirimiri de una tierra
la niebla de cada mañana
en la superficie del pantano
en el abrazo de un camino
en las paredes del caserío
allí donde encontró el sonido
en el interior del agua
en las paredes agrietadas
donde nacieron los recuerdos.

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