Huertos en el desierto, muros de adobe, barreras vegetales, gestión hídrica… La población refugiada en los campamentos de Tinduf lleva décadas dando prueba de adaptación y resiliencia en la ‘hamada’ argelina.
Al norte del Sahel, en el desierto del Sáhara limítrofe con Tinduf, se encuentran los campamentos de refugiados saharauis, en plena hamada argelina, un desierto pedregoso caracterizado por un paisaje duro, de mesetas rocosas y con poca arena y unas condiciones climáticas casi imposibles para la vida: temperaturas extremas, ocasionales lluvias torrenciales y fuertes vientos y tormentas de arena que dificultan enormemente la práctica de la agricultura, limitan las posibilidades de una autonomía productiva y hacen que la población refugiada dependa en buena medida de la ayuda humanitaria.
Los últimos informes del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC), son contundentes y ponen de manifiesto los efectos derivados del calentamiento global en África: a pesar de que el continente sólo aporta el 4% de las emisiones mundiales de dióxido de carbono procedentes de fuentes energéticas e industriales, será de los más golpeados y sufrirá un aumento de temperaturas mayor que la media mundial. Según datos que ofrece Aurora Moreno en El cambio climático en África –XII Premio de Ensayo Casa África–, el panel de especialistas calcula que la existencia de tierras áridas o semiáridas podría incrementarse en el continente entre un 5% y un 8% hasta el año 2080, una situación que sería incluso peor para la región del Sahel, puesto que, según las estimaciones de Global Assessment of Soil Degradation (GLASOD), la zona puede ser clasificada como “severamente degradada” al completo.
Pese a todo ello, los refugiados, de momento, siguen ofreciendo una pasmosa prueba de resistencia en el exilio. La primera dificultad con la que se encontraron en Argelia fue la evidente limitación del acceso al agua en un contexto desértico. Si bien algunos de los asentamientos como Esmara, El Aaiún y Dajla disponían de aguas subterráneas, posibilitar su acceso a todos los refugiados ha llevado tiempo y esfuerzo. Hoy, las bombas subterráneas proporcionan una cantidad de 100 m3/h. al día, que, tras pasar por centros potabilizadores, es distribuida a todas las dairas o barrios. En un primer momento, dicha distribución se realizaba mediante camiones cisterna. Ahora una extensa red de canalizaciones cubre ya gran parte de los campamentos.
En los últimos tiempos y, gracias a la coordinación entre el Ministerio del Agua y Medio Ambiente saharaui, ACNUR y la Agencia Andaluza de Cooperación al Desarrollo (AACID), se ha logrado implementar el proyecto Mejora del aprovisionamiento en agua potable de los refugiados saharauis instalados en los campos de Tinduf, que ha conseguido que más del 50% de la población refugiada pueda ya acceder a agua potable directamente a través de la red de distribución. Por otra parte, las autoridades saharauis tienen ahora mayor capacidad de producción, almacenamiento, tratamiento y control del sistema de distribución a través de pozos y reservorios.
Son cifras esperanzadoras, pero que no pueden hacer olvidar que todavía queda mucho por hacer, pues, como alerta un informe de ACNUR publicado en 2017, la cantidad promedio de agua disponible en los campamentos es de 19,6 litros por persona y día, una cantidad precaria si atendemos a los estándares de la OMS, que establecen el suministro mínimo para cubrir las necesidades básicas de higiene y alimentación entre 50 y 100 litros por persona y día –ACNUR estima el mínimo en 20 litros –. En todo caso, expresa Sidahmed Abeidi, uno de los directores del ministerio y quien nos desgrana los pormenores de la gestión hídrica en los campamentos: “La administración que hemos realizado de un bien tan escaso en una zona desértica es espejo de nuestra capacidad de resistencia”.
Huertos en el desierto
Huertos en el desierto, muros de adobe, barreras vegetales, gestión hídrica… La población refugiada en los campamentos de Tinduf lleva décadas dando prueba de adaptación y resiliencia en la hamada argelina. Lo cuento en @Climatica https://t.co/1pzJ2T5wgd
— Miguel A. Fernández (@M_Beltza) April 10, 2024
Existen algunas zonas en las que la producción agraria puede darse en los campamentos. Se trata de zonas de oasis o de río subterráneo superficial, que permiten la producción de algunas verduras. El Ministerio de Desarrollo Económico Saharaui, MDE, encargado de la agricultura y ganadería, promueve estos huertos desde hace años, y reparte a la población las cosechas para asegurar una mínima ingesta de vitaminas para la población.
Hay diversos proyectos que apoyan la producción en dichos huertos: nacionales como N’khaila, Nueve de junio y Bugarfa, regionales (gestionados por las direcciones regionales en cada wilaya o campamento, cuya producción se entrega a la Media Luna Roja Saharaui, que hace el reparto final a las personas refugiadas), institucionales (ubicados en sedes administrativas cuya producción se utiliza en el comedor de la respectiva institución) y huertos familiares, con un tamaño de entre 100 y 150 m2, que desde hace unos 17 años se promueven desde una perspectiva de autonomía familiar.
En vista de que el exilio se dilata en el tiempo y la ayuda externa se reduce en cantidad, calidad y diversidad, la población refugiada, en coordinación con el MDE y diferentes ONG –principalmente CERAI y Oxfam–, ha ido impulsando iniciativas alimentarias de producción local y, en el caso de CERAI, de enfoque agroecológico, guiados por coordinadoras formadas en agricultura, con las que intentar mejorar su situación alimentaria. Todo ello, recordemos, en un contexto desértico.
El Programa Mundial de Alimentos (PMA) provee de una “canasta básica” de la que depende entre un 69% y un 75% de la población de los campamentos, pero la ONG Mundubat, en su reciente informe El derecho humano a la alimentación adecuada en los CRS (Campamentos de población Refugiada Saharaui), alerta de que es nutricionalmente pobre, además de decreciente, y se encuentra casi reducida a carbohidratos, con lo que ello supone para el aumento de las enfermedades crónicas, como la celiaquía y la diabetes.
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