Los asientos del ómnibus casi no se reclinaban y parecían más estrechos de lo que estoy acostumbrada, pero aún así logré dormir un buen tirón de horas. Si hubo controles policiales por el camino, no me enteré. Mohamed, llamémosle Mohamed, llegó a la terminal de ómnibus de El Aaiún a las 9.30 de la mañana, tal como habíamos acordado.
Mohamed habla español, francés, inglés y hassani, tiene una sonrisa que contagia hasta al enanito gruñón de Blancanieves y siempre parece estar corto de tiempo. De todas maneras, en el breve recorrido hasta la casa donde me iba a alojar, logró darme un pantallazo general de la situación.
—Acá tienes que tener cuidado. No puedes hablar de la causa saharaui así nomás por la calle.
—¿Pero a mí me pueden detener?
—Sí claro, han deportado turistas porque detectaron conductas sospechosas.
(…)
—¿Y el Frente Polisario tiene capacidad de organización en El Aaiún?
—Nooo, nooo, la policía marroquí controla todo aquí. No se puede hacer nada.
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El Aaiún es la capital de la República Árabe Saharaui Democrática, aunque hoy en día sea más simbólico que otra cosa. El territorio de Sahara Occidental es mayoritariamente ocupado por Marruecos desde 1975, cuando el 6 de noviembre Hassan II dio la orden de comenzar la denominada Marcha Verde: una invasión de más de 300,000 marroquíes en tierras saharauis. Pero claro, para entender la razón hay que ir un poquito más atrás en el tiempo.
Cuando las potencias europeas se sentaron a dividir los territorios coloniales de África durante la Conferencia de Berlín de 1884, España no fue de las más favorecidas, pero logró la colonia en Sahara Occidental para defender el acceso a las Canarias. Después de la Segunda Guerra mundial empezó un fuerte movimiento descolonizador en África y en 1958 España hizo una pirueta para no abandonar el territorio del Sahara Occidental: declararlo lisa y llanamente una provincia española.
El truco no surtió efecto y Naciones Unidas agregó a Sahara Occidental a la lista de territorios no autónomos pendientes de descolonización. En 1975, con el dictador Franco agonizando, España decidió retirarse desprolijamente cediéndole la soberanía de Sahara Occidental a Marruecos y Mauritania. El problema es que tal cosa no era posible, el acuerdo fue declarado nulo y Naciones Unidas sigue hasta el día de hoy afirmando que a España le corresponden las responsabilidades coloniales en el territorio.
Después de la Marcha Verde comenzó la Guerra del Sahara entre el Frente Polisario, movimiento de liberación nacional del pueblo saharaui, y las fuerzas armadas de Marruecos y Mauritania, aunque estos últimos se retiraron en 1979 dándole pista libre a la monarquía marroquí a apropiarse de todo. Hoy en día hay una pequeña franja al este del territorio que controla el Frente Polisario y está fuertemente vigilada por 2700 kilómetros de muro, alambres de púa y campos minados. A consecuencia de la guerra e invasión, miles de saharauis huyeron a campos de refugiados teóricamente temporarios a las afueras de Tinduf, Argelia, y tantos otros se exiliaron en el exterior.
Marruecos no solo ocupa el territorio, sino que durante la última década ha intensificado la inversión y desarrollo de la región con el objetivo de legitimar la ocupación y que sea imposible dar marcha atrás. Naciones Unidas había definido una solución al conflicto por la vía de un referéndum de autodeterminación, pero tal cosa nunca se llevó a cabo gracias al boicot marroquí. Hoy en día la población saharaui en el territorio es minoría en comparación a los marroquíes que se trasladaron motivados por las ventajas económicas que facilita el gobierno.
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La posibilidad de protesta de los saharauis en territorio ocupado está absolutamente oprimida. Cada tanto encuentro un grafiti, con suerte una bandera dibujada en un murito resquebrajado, pero no mucho más. La omnipresencia marroquí es abrumadora y deja sordo cualquier grito, a excepción de uno que ha sabido camuflarse.
La única estrategia que desarrollé para caminar a las tres de la tarde por El Aaiún sin morir achicharrada fue buscar las avenidas con edificios altos que dieran algo de sombra. Así empecé a seguir el cordón de hormigón sin pensar en un posible destino.
Al principio imaginé que sería una radio, pero enseguida entendí que el barullo era en vivo. A medida que avanzaba los sonidos tomaban nitidez: dos o tres bombos que le daban duro y al menos 200 personas cantando: esto no es un grupito pequeño, pensé. Afilé la vista a pesar del sol y más adelante divisé unas banderas gigantes que claramente estaban sacudiendo, no podían ser palos fijos.
“¡Es un estadio!”. La musicalidad de una cancha me resulta familiar y fue la única explicación posible. Un estadio con una sola tribuna, aparentemente. Ví un chico que pasó el control policial y entró por el portón de acceso así que seguí sus pasos. Lo peor que podía pasar era que me mandaran a comparar una entrada.
Cinco policías estaban metidos en una camioneta charlando muy relajadamente. Solo les faltaba el té, aunque conociendo el paño no me sorprendería que tuvieran una jarrita por ahí escondida.
—¿Es un partido de fútbol?
—Sí, sí, fútbol
—¿Se puede entrar?
Se sacaron la responsabilidad unos a otros mirando para el costado hasta que uno de bigote finito y mirada lasciva me contestó:
—Es peligroso para una mujer sola
No pude evitar que la sonrisa me copara la cara.
—Vengo de América Latina amigo, ¿me vas a decir que un partido de fútbol es más peligroso acá?
Por suerte, la carcajada fue contagiosa.
—Dale, entrá.
Quise empujar el portón, pero estaba cerrado. Le grité al policía de bigote finito pensando que me estaban tomando el pelo, pero me hizo seña de golpear la puerta. Apenas toqué el portón como si fuera a pedirle yerba a un vecino, abrieron del otro lado.
No paraban de gritar como las mejores hinchadas del Río de la Plata, aunque había algo de eso que no encajaba. Sería el césped artificial, el pésimo dominio de balón de los jugadores, las banderas perfectas, la indumentaria de los hinchas, el promedio de edad sub 15 o algo más sutil e imperceptible.
En la cancha un equipo estaba vestido de rojo y otro de blanco, los hinchas que tenía al lado casi todos estaban de negro, con bandeas de color rojo, verde, negro y blanco: los colores de Sahara Occidental.
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No se necesita gran experiencia en el mundo futbolístico para reconocer cuál es el equipo al que apoya una hinchada. Suelen gritar más cuando tienen la pelota, resoplar preocupación con un centro en contra y putear al árbitro ante la falta de un rival. Sin embargo, pasé los primeros 15 minutos sin entender cuál era el equipo locatario. La disociación entre hinchada y partido era abismal, algunos ni siquiera miraban para la cancha sino que arengaban a otros para cantar más fuerte sin importar en qué area estaba la pelota.
Unos nenes se acercaron a pedirme el Instagram y aproveché para preguntar el nombre del equipo.
—¡Esto es Sahara Strong!
Busqué “Sahara strong” en mi teléfono, pero no me salió ningún cuadro de fútbol, solamente la cuenta de Instagram de la hinchada. La identidad, parecería, no está en la institución sino en ellos mismos.
Un chico que estaba sentado atrás me dijo al oído:
—Busca JSM football en Facebook
Ahí sí encontré el equipo: eran los de blanco. Hasta ese momento hubiese jurado que eran los rojos.
La enorme mayoría de los “ultra” eran niños y adolescentes salvo dos mayores que seguían el manual del barrabrava: de espaldas a la cancha 100% dedicados a dirigir la orquesta en la tribuna. Marcaban los cortes, la coreografía de aplausos y arengaban al que estaba callado. En el resto de la tribuna había más hombres adultos, pero se mantenían tranquilos y en silencio mirando el partido.
Estoy acostumbrada a cierta autonomía de acción por parte de las hinchadas que muchas veces hacen cosas totalmente absurdas y ajenas al partido. Pero ahí era distinto, no había ninguna correlación entre el entusiasmo de los hinchas y lo que pasaba en el rectángulo verde un par de metros allá abajo. De hecho, ni se inmutaron cuando el árbitro señaló el fin del partido con un aburridísimo 0 a 0. Ellos siguieron cantando como si no hubiese pasado nada.
La salida fue rápida y ordenada, con policías controlando la situación y prácticamente sin interacción con los pibes que lentamente se fueron alejando del estadio.
—¡Sahara Occidental amiga, esto no es Marruecos! —me gritó un adolescente al paso y como lo ví con buen inglés me acerqué.
—¿Te puedo hacer una pregunta?
Me dijo que sí pero el lenguaje corporal susurraba otra cosa. Siguió caminando, cruzó la avenida, no se quedó ni 5 minutos merodeando la zona. Como si hubiese que escapar de algo.
—¿El equipo toma partido por Sahara Occidental? ¿Se pronuncian?
—El equipo no, pero la hinchada sí. ¡Acá somos todos saharauis! ¡Esto es Sahara Occidental!
Lo dijo a los gritos y a cara descubierta. Para mi sorpresa, el policía que patrullaba la esquina lo miró casi con ternura.
La adolescencia enfurecida cantando con el alma un jueves a las cuatro de la tarde va mucho más allá de fútbol. “Esto es Sahara Occidental, no Marruecos”. La policía marroquí controlaba los accesos al estadio y también tenían presencia en la tribuna, no hay dudas de que los hinchas están plenamente identificados. Parecería que permiten esa pequeña demostración de rebeldía a propósito, como el huesito que se le tira a un perro para que se distraiga cuando la comida buena está en otro lado.
Estos pibes de 10, 12 o 16 años gritan por ellos, pero también por sus padres, por sus abuelos, por los miles de saharauis en el exilio y en los campos de refugiados. Gritan acá porque es la única manera de resistir que tienen a su alcance. Gritan con banderas y en una tribuna de fútbol porque es el escudo que los protege de la represión. Gritan juntos, abrazados y con las caras cubiertas, sabiendo que la bota de militar les merodea el cuello a cada rato.
Válvula de escape necesaria para que el conflicto no escale o semillero de resistencia contra la ocupación marroquí, está claro que los ultras de Sahara Strong son todo menos ingenuos simpatizantes de fútbol.