Volver al Sáhara | La Verdad

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Volver al Sáhara

Este viaje a los campos de refugiados saharauis es especial para Cirugía Solidaria, que regresa al lugar en el que empezó su andadura hace 24 años; pero lo es también para el autor de esta crónica

Jorge Martínez

Mis padres vivían en El Aaiún en 1975, y allí podría haber crecido yo. La invasión y ocupación militar de la entonces provincia española truncó sus planes, y junto a miles de españoles, abandonaron el Sáhara en la famosa «operación Golondrina», regresando a la Península conmigo dentro.

Los hijos somos un reflejo de nuestros padres. También de sus recuerdos y anhelos. A los míos les he escuchado toda la vida hablar del pueblo saharaui, de su resiliencia y su sentido del honor, de su orgullo inquebrantable y su camaradería, de lo felices que fueron allí, de la injusticia que supuso su abandono.

Viajar aquí tiene, por tanto, algo de familiar, de reencuentro con un pueblo que, de alguna forma, pudo ser el mío.

Tras la retirada definitiva del Ejército español a comienzos de 1976 y la invasión de Marruecos, la población comenzó a huir de las ciudades, primero hacia el interior del territorio saharaui, en improvisados campamentos de jaimas, convertidas en el símbolo de este pueblo nómada; después, tras los bombardeados de Um Draiga con fósforo y napalm (la Federación Internacional de Derechos Humanos llegó a acusar al gobierno marroquí de genocidio), hacia territorio argelino, en la zona de Tinduf, un municipio fronterizo del suroeste de Argelia, donde cerca de 200.000 saharauis continúan hoy soñando con volver, algún día, al hogar que les fue arrebatado.

El periodista Tomás Bárbulo, autor del ensayo ‘La historia prohibida del Sáhara español’, partiendo de los informes de Amnistía Internacional y de la Media Luna Roja, se refiere así sobre aquellos tiempos de miedo y éxodo: «La represión fue feroz. Hubo saharauis que fueron arrojados desde helicópteros o enterrados vivos. Las detenciones y torturas fueron continuas. Muchos murieron o sufrieron gravísimas quemaduras como consecuencia de las bombas incendiarias».

Las palabras ‘éxodo’, ‘bombardeo’, ‘ocupación’ y ‘genocidio’, deberían ser solo el eco, cruel y despiadado, de épocas antiguas. Sin embargo, las actuales guerras en Gaza, Ucrania, Sudán, Yemen, Myanmar o Siria las han devuelto a una vergonzosa actualidad que nos lleva a preguntarnos si realmente hemos evolucionado.

Según datos de ACNUR, el número de refugiados en el mundo ha alcanzado cifras históricas en la última década, y son ya más de 29 millones de personas las que malviven en verdaderas metrópolis convertidas en limbos.


Aterrizo en Argel. Recorro el trayecto que va desde el moderno aeropuerto internacional hasta la pequeña terminal de vuelos nacionales. Al llegar al control de pasaportes le pregunto al gendarme por una cafetería en la que poder comer algo y resguardarme durante las cuatro horas de escala. El tipo me mira incrédulo y me recuerda que estamos en Ramadán.

La terminal está llena de gente, pero hay un silencio hueco y extraño, interrumpido solo por las risas de unos niños que intentan atrapar a una paloma que corre despavorida.

La gente espera, inmóvil y somnolienta, intentan evitar cualquier esfuerzo, cualquier gasto superfluo de energía. Llevan desde ayer en ayunas, y más que esperar un vuelo parecen contar las horas para la caída del sol, que dará paso al festín nocturno, el iftar, iniciado siempre con un dátil.

Aterrizo en el aeropuerto de Tinduf bien entrada la noche. Allí me esperan Jatra y Lekbir para trasladarme a Rabuni, sede política y administrativa del Frente Polisario donde se ubica el centro de protocolo, un complejo amurallado y protegido en el que hacen vida los expatriados que trabajan en los campamentos. El centro está muy cerca del Hospital Nacional en el que Cirugía Solidaria trabaja, día y noche, desde su llegada hace cuatro días.

Llego a casa pasada la medianoche, antes incluso de que el equipo médico regrese del hospital. El ambiente es festivo. Loli y Cati se esmeran en preparar la cena en honor a los que celebran su santo, y al cumpleaños de May.

Alrededor de una mesa comunal, como si de una cena familiar se tratase, los 23 cooperantes hablan de los casos tratados hoy, de ingeniosas soluciones para solventar las carencias y dificultades técnicas, y de lo mucho que aún queda por hacer.

Al final de la noche les toca a los nuevos decir unas palabras. Son numerosos en esta misión en la que la dilatada experiencia de muchos de sus miembros se entremezcla con el bautismo de los que inician su andadura en la organización. El cansancio hace mella en sus rostros, pero la alegría de saberse útiles y el reto de ayudar al mayor número posible de pacientes, reconforta más que la promesa de unas pocas horas de sueño reparador. El ritmo frenético de este grupo te obliga a dar lo mejor de ti, a intentar estar a su altura. Pero es prácticamente imposible si no eres uno de ellos.

Al despertar, un cielo azul, casi irreal, y el calor abrasador, me recuerda que estamos en mitad del desierto más grande del planeta, una superficie árida de más de nueve millones de kilómetros cuadrados que abarca la mayor parte de África del Norte.

Decido arrancar la jornada en El Aaiún. Es otro Aaiún, a 500 kilómetros del original, pero aquí los nombres de las cinco wilayas en las que se dividen los campos de refugiados (El Aaiún, Esmara, Auserd, Bojador y Dajla), son una forma de recordar, de no olvidar que los que habitan este lugar pertenecen en realidad a otro sitio.

(…)

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