¿Y SI ESTO FUERA POESÍA? (ella era poesía… él no sabía leer) – Bachir Lehdad

¿Y SI ESTO FUERA POESÍA? (ella era poesía… él no sabía leer) – Bachir Lehdad

Mariam era un enigma de palabras no escritas. No sabía hacer cuentas, pero su padre le había enseñado que el trabajo es respeto y que la dignidad se afianza a través del esfuerzo. Sus ojos, oscuros como tinta derramada sobre papel virgen, hablaban en versos mudos que solo algunos sabían escuchar y entender. Había algo en su caminar, en la forma en que inclinaba levemente la cabeza al hablar o al pestañear, que destilaba una música callada, un lenguaje sin necesidad de gramática. No hacía falta que recitara nada; con su sola presencia llenaba los silencios con un lirismo único, propio de quien ha nacido en Tiris Zemmur. Sonreía, mesuak entre los labios tocados con ennila, con una cadencia que parecía brotar de un poema que aún no se había escrito.

Vivía en el pequeño barrio de Colomina Vieja desde que llegó con su familia, huyendo de la sequía de años en Ternit. Colomina Vieja, un rincón tranquilo en una ciudad demasiado ruidosa por esos tiempos de incertidumbres políticas, era una extensión de su mundo interior. Las paredes estaban decoradas con sus propios dibujos, cada trazo una metáfora que hablaba de lo no dicho: cuervos sin cielo, gacelas sin desierto, talhas con raíces en forma de manos. Algunos huéspedes los miraban de reojo, distraídos, mientras que otros ni siquiera los notaban. Pero Mahamud… Mahamud era diferente.

Mahamud no era lector. Nunca lo fue. Había dejado los libros cuando apenas sabía juntar letras, convencido de que las palabras eran obstáculos y no puentes. Su mundo se componía de hechos, no de ficciones; de horarios, no de metáforas. Se levantaba cada mañana a la misma hora, recorría el mismo camino, saludaba con el mismo gesto cansado a los mismos rostros y, puntualmente, entraba al café. Aquel café donde solía trabajar Mariam. Era conocido como el «café de Kabdana». Siempre pedía lo mismo: un café negro, dos terrones de azúcar. Ni uno más, ni uno menos.

En el barrio, algunos murmuraban. No entendían —o no querían entender— cómo una joven saharaui, hija de buena familia, podía trabajar en una cafetería. Para algunos, aquello era deshonra; para otros, señal de que los tiempos estaban cambiando, quizás demasiado rápido.

Pero lo que no sabían era que Mariam era miembro de una célula clandestina del Frente POLISARIO. Su trabajo en aquel café no era una simple ocupación: era una posición estratégica. Por allí pasaban policías, funcionarios y confidentes del régimen. Hablaban con confianza, creyendo que nadie los escuchaba realmente. Mariam sí los escuchaba. Y luego informaba. Toda información —por insignificante que pareciera— podía ser valiosa. Una frase suelta, un nombre, una fecha, una conversación a medias, podía traducirse en una alerta, una confirmación o una pista vital para quienes resistían en silencio.

Lo que ni siquiera Mariam sabía era que su propio padre era el coordinador de varias células como la suya. Cada célula trabajaba aislada, sin saber de las otras, como medida de protección. Él conocía los nombres, los puntos de contacto, las señales… y también sabía que el café de Kabdana era una tapadera ideal. Tal vez por eso nunca se opuso a que su hija aceptara ese trabajo, pese a las críticas del vecindario. Tal vez por eso, cuando la organización le asignó la misión, él no solo no se sorprendió, sino que comprendió de inmediato su valor. Lo que a los ojos del barrio parecía una falta de decoro, para él era resistencia disfrazada de normalidad.

Una vez, una vecina se atrevió a decírselo directamente: —¿No te da vergüenza que tu hija sirva a hombres desconocidos en un lugar público? ¿Qué pensarán los nuestros? El anciano la miró con calma, como quien ha vivido más desiertos que tormentas. —Prefiero que mi hija trabaje con la cabeza alta, que dependa de nadie, que sepa lo que vale… ¿Acaso crees que la dignidad está en esconderse?

La respuesta corrió de boca en boca, y aunque no todos la compartían, pocos se atrevieron a contradecirla. Mariam, por su parte, no respondía a las murmuraciones. Su dignidad no necesitaba defensa. Su causa —la de su pueblo— merecía el sacrificio. Sabía que algunas mujeres se escondían tras melhfas que pesaban más por la presión social que por la tela, y que a veces lo más valiente no era callar, sino vivir a la vista, sin miedo ni culpa.

Con el tiempo, su presencia se volvió normal. Incluso las más rígidas acabaron por saludarla con una leve inclinación de cabeza. Quizás no la aprobaban del todo, pero tampoco podían negar la luz serena con la que caminaba. Y así, entre cafés servidos con manos firmes y versos aún no escritos, Mariam fue torciendo poco a poco el rumbo de los prejuicios. Sin escándalos, sin discursos. Solo siendo quien era. Porque algunas revoluciones empiezan sin gritar. Solo con ser.

Y allí estaba ella. Mariam, con su delantal manchado de arte y su sonrisa discreta, que parecía esconder constelaciones enteras. Lo atendía con una amabilidad que no buscaba ser vista. No coqueteaba, no pretendía. Pero cada palabra suya, cada movimiento al dejar el café sobre la mesa, era una invitación velada a detenerse, a escuchar, a mirar más allá.

Al principio, Mahamud solo la miraba de reojo. Le incomodaba algo en ella. No era su belleza lo que le perturbaba, era otra cosa… una sensación, como si alguien le hubiese puesto frente a un espejo en el que no sabía cómo mirarse. Había en Mariam una verdad que le descolocaba, un lenguaje ajeno a su lógica sencilla.

Con el tiempo, empezó a llegar unos minutos antes, o a quedarse un poco más. Fingía leer el periódico o alguna revista que apenas hojeaba, solo por verla moverse entre las mesas, hablar con otros, reírse brevemente de vez en cuando. Había algo hipnótico en ella, como si fuera un poema que no podía leerse con los ojos, sino con la piel. Mariam lo notaba. No porque fuera especialmente atractivo, ni por su discreta presencia. Lo notaba por su silencio. Mahamud no hablaba más de lo necesario. No hacía preguntas. No opinaba. Observaba con una intensidad que no pretendía ser invasiva, pero que la tocaba como un susurro. Y eso, en el mundo de Mariam, era poesía.

Una tarde, la luz entrando en el local tenía un color dorado que parecía recordar un otoño perdido —y eso que en El Aaiún es raro percibir el otoño y menos por las tardes—, Mariam se atrevió a romper la rutina. El café estaba casi vacío, las últimas tazas y vasos de té resonaban desde la cocina, y una calma casi íntima lo envolvía todo. Ella se acercó a su mesa con un cuaderno gastado entre las manos. —¿Puedo sentarme? —preguntó, sin adornos, con esa misma sonrisa ligera que parecía siempre estar a punto de decir algo más. Mahamud asintió, desconcertado, como quien asiste a un acontecimiento que no comprende del todo. —Esto es algo que escribí hace tiempo —dijo, extendiéndole el cuaderno—. No sé si te interesará. No se lo he mostrado a nadie. Mahamud lo tomó como quien sostiene un objeto sagrado. Lo miró, lo acarició casi, pero no lo abrió. En su rostro, la sorpresa dio paso a la incomodidad, y luego al peso de una confesión que llevaba demasiado tiempo guardada. —No sé leer bien —dijo, bajando la mirada—. Nunca aprendí del todo. Nunca tuve tiempo. O no supe cómo. Mariam, que antes de decidir venir a conversar con él ya se había quitado el delantal y cambiado de melhfa, lo miró largo rato. No con compasión, sino con una ternura que no necesitaba palabras. En su mente comenzaron a dibujarse versos nuevos, palabras que aún no existían pero que describían exactamente lo que acababa de sentir: la desnudez de alguien que, al no saber leer, revelaba una verdad más profunda que cualquier libro. —Entonces déjame leértelo yo —dijo suavemente.

Y así fue como comenzó. Mariam leyó en voz baja, con la voz temblorosa de quien ofrece algo muy suyo. Mahamud escuchaba con el respeto de quien se sabe ignorante ante una belleza que apenas empieza a comprender. Ella le leía despacio, como si cada palabra debiera ser degustada, cuidando el ritmo, pronunciando con una musicalidad íntima, como si cada verso fuera una caricia. Él cerraba los ojos a veces, no para imaginar, sino para sentir mejor.

Con el paso de los días, la lectura se volvió ritual. No hablaban de lo leído. No lo comentaban. Mariam llegaba con nuevos textos, algunos propios, otros prestados. Mahamud escuchaba. A veces lloraba en silencio. A veces sonreía. A veces, simplemente respiraba hondo. Mariam comenzó, con el tiempo, a cambiar sutilmente su forma de leerle. Ya no lo hacía solo desde la página, sino desde ella misma. Le leía con los gestos, con la respiración, con el modo en que sus ojos lo buscaban en medio de una frase. Mahamud, sin saber muy bien cómo, aprendía a responder. Levantaba la mirada justo cuando ella dejaba una pausa. Asentía, casi imperceptiblemente, cuando algo le dolía o le conmovía. Era como si entre los dos hubiesen inventado un idioma nuevo: una gramática de miradas, de presencias, de silencios compartidos.

Hubo una tarde en que Mariam no trajo ningún cuaderno. Se sentó frente a él con las manos vacías y los ojos llenos de palabras sin escribir, pero a punto de escribirse. Mahamud lo entendió enseguida. No necesitaban papel. No necesitaban tinta. Aquella tarde le leyó con la historia de su vida, con recuerdos que no contaban nada concreto, pero que lo decían todo. Le habló de la lluvia sobre el tejado de su infancia, del olor a tidejt y legrunful en casa de su abuela, de una tristeza que no sabía de dónde venía, pero que había aprendido a abrazar. Mahamud, por primera vez, acercó su mano a la de Mariam, y en ese gesto sin alfabetos, leyó con el corazón abierto.

Una noche, cuando el café ya estaba por cerrar, Mahamud tomó el cuaderno entre sus manos y, sin mirarla, dijo: —Creo que empiezo a entender. —¿Qué? —preguntó Mariam, apenas un susurro. —Que no hay que saber leer para entender la poesía. A veces basta con sentirla. Ella sonrió, esta vez con los ojos, y se inclinó hacia él como si fuera a contarle un secreto, a decirle algo importante al oído, pero no dijo nada. Solo lo miró. Y en ese silencio compartido, tan lleno de sentido, nació algo que ninguno de los dos supo cómo nombrar. Tal vez era amor. Tal vez era otra forma de lectura. Tal vez era, simplemente, poesía.

Años después, alguien preguntó a Mahamud si alguna vez había aprendido a leer. Él sonrió, miró hacia la niña que llevaba de la mano y el recuerdo de aquel pequeño café, y respondió sin dudar: —Sí. Aprendí. Pero no con libros. Aprendí con una voz, con unos ojos, con una forma de estar en el mundo que no cabía en los diccionarios. Y guardó silencio, como quien sabe que las palabras, a veces, solo estorban cuando la poesía ya lo ha dicho todo.

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