El pasado lunes 28 de noviembre, en un homenaje en el Ateneo de Madrid a la escritora Almudena Grandes, fallecida hace un año, Pedro Sánchez vaticinaba: “Una de las cosas por las que pasaré a la historia es por haber exhumado al dictador del Valle de los Caídos”. Al presidente se le olvidaba que la Historia es un río enorme que fluye con un caudal potente y vertiginoso que solo deja en pie aquellos árboles firmes que tienen raíces sólidas, mientras que la hojarasca se queda en las márgenes y se desvanece en el olvido. En la parte baja de este río, suele haber también una laguna de aguas estancadas, donde se acumulan los residuos que destacan por su putrefacción. Eso es lo que hace la Historia con los hombres: A unos, los eleva a lo más alto, por sus virtudes y su valía; a otros, los olvida porque son evanescentes, y a otros, los arroja a la laguna de la ignominia, por infames y canallas.
Sí, la exhumación del dictador del Valle de los Caídos es un acto simbólico loable. Pero, si detrás de ese acto, no existe una convicción profunda e incuestionable de lo que es justo y lo que no lo es, ese acto se queda solamente en eso: un mero acto simbólico. El señor Sánchez nos ha demostrado, y con creces, que la exhumación del dictador del Valle de los Caídos, supone un simple acto propagandístico con el que pretende colarse en el impetuoso caudal del río de la Historia. Pero el líder del PSOE es el hombre de las dos caras. En una mano sostiene una rosa, y con la otra estrecha la mano ensangrentada de un genocida, la de Mohamed VI. Un rey al que el presidente Sánchez adula y mima, y que encabeza un régimen terrorista contra el pueblo saharaui. Sánchez lo sabe y el mundo entero también.
El número de saharauis desaparecidos en las oscuras fauces del Majzén (de los que nadie ha vuelto a saber) es desconocido. Lo único que sabemos es que son más de 600 almas. No hay forma de seguir su paradero
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