El Sáhara Occidental representa una de las últimas colonias del planeta. Un territorio ocupado, negado, borrado de los mapas oficiales y de la memoria de muchos pueblos, pero no de la dignidad de su gente. Desde hace casi medio siglo, el pueblo saharaui resiste a una ocupación brutal impuesta por Marruecos con la complicidad de potencias extranjeras, mientras la comunidad internacional mira hacia otro lado. ¿Es esta una causa condenada al olvido o puede convertirse en un emblema de las luchas emancipadoras del siglo XXI?
Esta pregunta no es menor. Porque lo que ocurre en el Sáhara Occidental no es un hecho aislado o remoto. Es el reflejo de dinámicas globales: colonialismo reeditado, expolio de recursos naturales, militarización de las fronteras, tecnologías de control y vigilancia al servicio de la represión. Es la misma lógica que sufren los pueblos indígenas de América Latina, las comunidades palestinas en Gaza o Cisjordania, los kurdos sin Estado. Es la historia repetida de quienes son despojados de su tierra y su futuro.
Por eso, el Sáhara Occidental puede y debe ser un símbolo de todas las resistencias. De los movimientos que cuestionan el saqueo de los bienes comunes, el ecologismo radical que denuncia la depredación de los fosfatos y el saqueo pesquero en las aguas saharauis; del feminismo decolonial que reconoce cómo las mujeres saharauis sostienen la vida en los campamentos de refugiados; de quienes luchan contra las fronteras impuestas, contra el racismo institucional, contra las nuevas formas de apartheid global.
El enemigo, sin embargo, no es pequeño. A la ocupación marroquí se suma la tecnología represiva de Israel, que ha provisto a Rabat de drones asesinos utilizados en el Sáhara Occidental liberado, espiado con Pegasus a líderes saharauis y activistas solidarios en Europa, e intercambiado apoyo militar por complicidad política. Marruecos también cuenta con el dinero de las monarquías del Golfo, el respaldo tácito de Francia, España y otros gobiernos europeos interesados en contratos y recursos, y la indiferencia de Naciones Unidas.
Pero el pueblo saharaui tiene algo más fuerte que todo eso: la verdad. Una causa justa que resiste el paso de las décadas, que sobrevive a las traiciones diplomáticas y a las maniobras geopolíticas. Que mantiene viva la idea de que otro mundo es posible, donde los pueblos decidan libremente su destino. Las generaciones jóvenes, dentro y fuera de los campamentos, siguen creyendo en la independencia. Y eso, en un tiempo de cinismo global, es una fuerza incalculable.
La pregunta es si los movimientos globales de resistencia sabrán ver esta lucha como propia. Si el anticolonialismo que se alza en América Latina, África o Asia asumirá que el Sáhara también es su campo de batalla. Si los movimientos ecologistas entenderán que defender el planeta es también impedir que Marruecos robe los recursos saharauis. Si el feminismo internacional sabrá que las mujeres saharauis encarnan una lucha ejemplar por la vida, la autonomía y la dignidad.
El riesgo de que el Sáhara quede reducido a una causa olvidada es real. Los medios internacionales apenas hablan del conflicto. Los gobiernos callan. Las empresas europeas siguen beneficiándose de los fosfatos, los pescados, la energía solar de un territorio ocupado. Pero también es real la posibilidad de que la causa saharaui resurja como un símbolo global de resistencia: porque su historia conecta con todas las historias de los pueblos humillados que hoy se levantan.
La batalla sigue abierta. Depende de nosotros decidir si el Sáhara será un símbolo luminoso de emancipación o una herida silenciada por la historia. El pueblo saharaui resiste. ¿Resistiremos con ellos?
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