Siempre escuché el tópico, y hasta llegué a creerlo: “Las bibliotecas, templo del silencio”. No tengo ni idea de si en mi infancia, en Valencia, tenía alguna biblioteca a la que pudiera acudir. Mi biblioteca era la de mi madre, la de mis tíos en verano, o si no la de las librerías de lance de la Valencia vieja, en la que siempre se escuchaban las conversaciones de clientes y libreros, y el leve rumor de la taraza devorando con paciencia las páginas de los libros. Las bibliotecas de aquellos tiempos, que las había, eran solo para eruditos e investigadores, para estudiantes de oposiciones. Y no solo dentro, porque estaban protegidas por un muro de silencio, tal vez respetuoso con los nichos que representaban las ausencias en sus anaqueles de los libros censurados. Mucho más tarde, cuando ya escribía, una biblioteca de Albacete, creo que la de Alcalá de Júcar, me invitó a una charla. Cuando llegué a la puerta me sorprendió escuchar un rumor constante: cuando la abrí, el rumor se convirtió en cacofonía, risas, voces. Estaba llena de niños y jóvenes, y en una columna había un cartel que pedía: “Por favor, gritad en voz baja”. Me reí, me sigo riendo.
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