Maestros de lo imposible: «En el sistema educativo español debería incluirse un viaje obligatorio a los campamentos: aprenderíamos muchísimo» | Rosa Montero en EL PAÍS Semanal
Han pasado casi cincuenta años desde que España firmó los Acuerdos de Madrid y dejó al pueblo saharaui en manos de la ocupación marroquí. Desde entonces, generaciones enteras sobreviven en los campamentos de refugiados de Tinduf, en la hamada argelina, una de las zonas más inhóspitas del planeta. Allí la vida es una batalla diaria contra el calor abrasador, la escasez de agua, las tormentas de arena y la dependencia de una ayuda internacional cada vez más menguante. Medio siglo después, el drama saharaui sigue siendo una herida abierta y una responsabilidad pendiente para España y para el mundo.
Pero, pese a la dureza del exilio, los saharauis han demostrado una capacidad admirable de resistencia, creatividad y dignidad. Convirtieron la nada en un lugar habitable, levantaron escuelas y hospitales, desarrollaron proyectos innovadores como las viviendas de botellas de plástico de Tateh Lehbib y mantuvieron viva la causa de la autodeterminación en instituciones y conciencias. Lo que debería ser recordado como un escándalo histórico de abandono y ocupación, es también una lección de humanidad y tenacidad: la del pueblo saharaui, maestro de lo imposible.

Rosa Montero
Maestros de lo imposible
Llevamos meses hablando (más o menos) del horror de Gaza, sin lograr gran cosa. Hablamos mucho menos de las tragedias de Sudán y Myanmar, ríos de plomo de dolor que prosiguen su lento curso entre las sombras. Pero de lo que nunca nos acordamos, aunque la responsabilidad española es esencial, es del drama saharaui. El próximo 14 de noviembre se cumplirá medio siglo de la firma del infame Acuerdo Tripartito de Madrid, mediante el cual España se marchaba del Sáhara y abandonaba a su suerte a sus pobladores, tras dividir el territorio entre Marruecos y Mauritania como quien divide un rebaño de ovejas. Muchos saharauis salieron huyendo del ejército y los bombardeos marroquíes y se establecieron en Tinduf, al sur de Argelia, en la hamada, una zona especialmente inhóspita del desierto. “Que te destierren a la hamada”, reza una antigua maldición saharaui. Y ahí llevan 50 años, atrapados en un infierno no personal. He estado un par de veces en los campamentos y es un lugar brutal y desolado. La temperatura puede alcanzar los 56 grados, pero en invierno son noches heladoras. No hay agua, tienen que traerla con camiones, pero a veces sufren catástrofes naturales (las de 2015 destruyeron el 60% de las casas). Las frecuentes tormentas de arena arrancan las recalentadas chabolas que sirven de techo y se las llevan volando como cuchillas. En esos sedentarios yermos pedregales en los que fueron arrojados han muerto y nacido varias generaciones de saharauis. Ahora mismo malviven allí 173.000. La mayoría dependen para subsistir de la ayuda internacional, que cada día es menor. En 2024, el Programa Mundial de Alimentos de la ONU redujo un 30% la canasta de alimentos básicos de los saharauis, y las ONG denunciaron que los refugiados de Tinduf estaban al borde de una tragedia humanitaria; había una elevadísima tasa de anemia y más de la mitad de los niños menores de cinco años sufrían desnutrición. No quiero ni pensar lo que lento matadero les pueden conducir los actuales recortes de Trump.
Cuento todo esto y me indigno, y sufro, y aborrezco el olvido en el que viven, pero también me maravillo y me embeleso por su resistencia, su vitalidad, su adaptabilidad, su inteligencia. En el sistema educativo español debería incluirse un viaje obligatorio a los campamentos: aprenderíamos muchísimo. Son capaces de crear vida, vida bella y buena, de la nada. Porque el entorno demoledor de los campamentos, feroz e inhumano, sigue originando sin embargo a unos seres humanos maravillosos. Como, por ejemplo, Tateh Lehbib, un saharaui de 35 años nacido en la hamada. A los 12 años tuvo que abandonar a su familia para poder estudiar en Argel; con becas de ACNUR y Erasmus cursó Ingeniería y Energías Renovables, y después hizo un máster en Eficiencia Energética en Las Palmas de Gran Canaria. Tras las inundaciones de 2015 regresó a la hamada con un proyecto de construir casas eficientes en zonas desérticas. Con fondos de ACNUR diseñó y levantó 25 viviendas en los campamentos arrasados. Están hechas con botellas de plástico rellenas de arena a modo de ladrillos, se pueden construir en una sola semana y además son más seguras frente a las tormentas de arena y las lluvias torrenciales. Esas casas se convirtieron en un notable mundial en el sector y le permitieron acceder a su siguiente proyecto: SandShip, un centro en Tinduf, en lo inhóspito de la nada, en el que “imaginar y construir soluciones sostenibles” con los recursos más extremados, combinando “los saberes nómadas saharauis con creatividad, reciclaje y compromiso social”. Verás, todo esto puede sonar a palabrería bonita y vacua. Pero es que los campamentos son de verdad extremos. Es que allí de verdad no hay nada. Y en ese agujero de nada abrasadora y sin futuro, Tateh y los demás luchan, inventan, crean, sobreviven y hasta prosperan. Son maestros en lograr lo imposible. El último proyecto de SandShip consiste en que una serie de artistas multidisciplinares elaboren piezas únicas de arte y diseño que luego serán elaboradas en los campamentos y exhibidas en foros internacionales. Lo cual servirá para visibilizar la causa saharaui y para fomentar redes artesanales sostenibles en Tinduf. Viven en el más absoluto desamparo, pero con una tenacidad y creatividad que admiran al mundo. Yo quiero que nuestro próximo presidente del Gobierno sea una saharaui.
Origen: Maestros de lo imposible | Columna – EL PAÍS SEMANAL