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Las personas que no pertenecen a ninguna nación reconocida han de realizar un periplo burocrático para conseguir un documento. Luego tienen que esperar para obtener la residencia y tener derecho a trabajar, al sistema sanitario o a viajar fuera del país.
Ali Ibrahim tiene 28 años y se considera «hijo del desierto». Allí fue concebido, en medio de las jaimas que pueblan el campamento de Tinduf. Creció en este enclave argelino después de que sus familiares huyeran de su tierra, el Sáhara Occidental. Desde el abandono de España y la ocupación de Marruecos, en 1975, su nación no está reconocida más que por 88 países. En el resto, carece de este arraigo institucional. Se le considera, en resumen, un apátrida. Aunque él sepa que sus raíces son saharauis y su familia posea pasaporte español. Una quimera en su caso difícil de alcanzar: necesita, al menos, obtener ese estatus, que no encaja ni en el de inmigrante irregular ni en el de refugiado ni en el de búsqueda de asilo.
Ser apátrida significa, en sus palabras, «no tener derecho a nada». Como no eres ni ciudadano de un lugar ni de otro, los trámites se retuercen. Ali Ibrahim, sin embargo, hoy respira más tranquilo. Gracias a la relación que ha tenido toda la vida con España, ha terminado en Alicante con una tarjeta de residencia. Pero no ha sido un camino fácil: a los veranos que pasaba con una familia de adopción dentro de un programa solidario se le suman las horas en diferentes organismos para conseguir un papel, cualquiera, que le permita vivir con cierta normalidad.
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