El avión que nos trajo al desierto tenía un ambiente extrañamente festivo. El alboroto de decenas de jóvenes que han hecho de este exilio sus raíces, que vuelven a esta lucha que forma parte de la identidad dislocada de una generación que no ha conocido su país más que por los recuerdos de sus padres y abuelos, los que viven en los campos de Tindouf en el sur de Argelia desde hace décadas, refugiados de la ignominia, la violencia y el horror.

No hay caminos en el desierto. El desierto es a la vez una cárcel y una promesa donde el tiempo pasa esperando justicia mientras los jóvenes vuelven a celebrar cada aniversario. Cuarenta y nueve años ya de la creación del Frente Polisario, apenas un par de años antes de que un príncipe español intercambiara a un pueblo entero a cambio de despejar su camino al trono como sucesor de un dictador.

El resto es la historia de un olvido: nadie respondió por la colonia expoliada, nadie se preocupó por sus habitantes, supuestamente compatriotas de una Corona absolutamente irresponsable en todos los sentidos. A nadie le importó que la descolonización mandatada por Naciones Unidas se convirtiera en un yugo ante el que elegir la aniquilación o el exilio.

A nadie le importó… ni a España, ni a Francia, ni a los Estados Unidos, ni a las democracias europeas, ni a Naciones Unidas… El Frente Polisario -reconocido como legitimo representante de su pueblo- era solo un murmullo en el desierto frente a los intereses estratégicos, los fertilizantes y las cuotas de pesca.

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