El ministro del Interior, Fernando Grande-Marlaska, ha condecorado con la Gran Cruz de la Orden del Mérito de la Guardia Civil a Abdellatif Hammouchi, jefe del espionaje y de la policía marroquí. El gesto ha provocado un auténtico terremoto político y moral. No solo por lo que representa el personaje condecorado —uno de los rostros más duros del Majzén y principal ejecutor de la represión marroquí—, sino por lo que revela sobre el estado de la relación entre España y Marruecos: una relación marcada por la dependencia, la opacidad y la humillación consentida.
Abdellatif Hammouchi no es un desconocido. Dirige simultáneamente la Dirección General de Seguridad Nacional (DGSN) y la Dirección General de Vigilancia del Territorio (DGST), lo que le convierte en el hombre más poderoso del aparato policial y de inteligencia marroquí. Su nombre aparece vinculado a denuncias de tortura, persecución de disidentes, represión en el Sáhara Occidental y espionaje con el software Pegasus, un caso que afectó a periodistas, activistas y hasta a miembros del propio Gobierno español. En Francia, estuvo a punto de ser detenido en 2014 tras una querella por torturas, lo que provocó una crisis diplomática temporal entre París y Rabat. En España, sin embargo, recibe ahora honores de Estado.
Las asociaciones profesionales de la Guardia Civil han reaccionado con indignación. La califican de “injustificable” y “ofensiva” para el propio cuerpo. Y lo es. Porque no se trata solo de premiar a un alto funcionario extranjero, sino de hacerlo en nombre de una institución que representa la legalidad, la ética del servicio público y el respeto a los derechos humanos. La decisión, firmada por Marlaska —magistrado de trayectoria reconocida antes de su salto a la política—, rompe con todo principio de coherencia moral y jurídica. Si alguien debía comprender el significado de esa medalla, era él.
El Gobierno intenta justificarlo bajo el argumento de la “cooperación antiterrorista”. Pero esa explicación se desmorona ante los hechos. Marruecos no coopera, presiona. Utiliza la seguridad, la migración, la pesca y el Sáhara Occidental como instrumentos de chantaje político. Cada vez que Rabat necesita algo —apoyo diplomático, silencio ante una violación de derechos, o legitimidad para su ocupación del Sáhara—, amenaza con desestabilizar la frontera sur o suspender la colaboración policial. España, lejos de plantar cara, responde con gestos de sumisión. El más reciente: entregar una condecoración a quien encarna la maquinaria represiva del régimen alauí.
Desde que Pedro Sánchez cambió la posición española sobre el Sáhara Occidental en marzo de 2022, alineándose con el llamado “plan de autonomía” marroquí, el equilibrio diplomático se ha transformado en una relación de subordinación. Marruecos impone los límites, y España los acata. La medalla a Hammouchi no es un error aislado: es la consecuencia lógica de esa política de complacencia, en la que la justicia, la ética y el derecho internacional se sacrifican en nombre de una supuesta “buena vecindad” que solo beneficia a una de las partes.
Ningún país que se respete a sí mismo premia a quien ha espiado a su propio Gobierno ni honra a un responsable de violaciones sistemáticas de derechos humanos. Condecorar a Hammouchi no refuerza la cooperación: la deslegitima. Es un acto que degrada la imagen de España ante la comunidad internacional, hiere la conciencia de sus propias fuerzas de seguridad y envía un mensaje de debilidad frente al Majzén. Mientras Rabat multiplica sus gestos de poder —en el Sáhara, en Bruselas, en las aguas atlánticas—, Madrid responde con genuflexiones.
Grande-Marlaska debería saber que la dignidad institucional no se negocia. Ni con medallas, ni con silencios. España no gana respeto arrodillándose: solo lo pierde. Y cada vez que el Gobierno decide premiar a un verdugo para mantener una paz ficticia con Marruecos, se aleja un poco más de la justicia, del derecho y de su propia soberanía.
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