Varias personas, con banderas saharauis y una pancarta que reza ‘Sr Sánchez, El Sáhara no se vende’, protestan durante una manifestación convocada por la Coordinadora Estatal de Asociaciones Solidarias con el Sáhara (CEAS-Sáhara), frente al Ministerio de Asuntos Exteriores, a 26 de marzo de 2022.- Fernando Sánchez / Europa Press

En 1975, España entregó el Sahara a cambio de nada, contraviniendo la legalidad internacional. Podía haberlo hecho de una manera digna, abandonando el territorio cumpliendo antes las exigencias de Naciones Unidas, que instaba a abrir un proceso de descolonización. Pero lo hizo de forma vergonzosa, cobarde e indigna, dejando a los saharauis abandonados a su suerte, bajo la presión de los civiles de la Marcha Verde primero y de los aviones Mirage cargados con bombas de fósforo que atacaban las caravanas de refugiados después. Abandonó una provincia a cambio de nada.

El territorio del Sahara Occidental era el primer productor de fosfatos del mundo. Sus costas son ricas en pesca y un excelente destino turístico. Pero, sobre todo, allí vivían decenas de miles de personas: familias con ancianos e hijos que tradicionalmente se habían dedicado a la pesca, la ganadería, el comercio, la conducción de caravanas y al servicio de los militares como asistentes, guías o traductores. De nada les valió que tuvieran el estatus de ciudadanos de una provincia española, con un documento nacional de identidad español y registros notariales españoles que los hacían propietarios de terrenos, tiendas o casas. Todos fueron abandonados.

El resto de la historia la conocemos bien. Quienes no pudieron o quisieron dejar sus casas o tierras cayeron bajo la ocupación del vecino del norte, sufriendo la represión y el miedo. Los que consiguieron y pudieron escapar de allí se asentaron en el desierto, soportando la sed y el hambre. Entre medias hubo una guerra, dos en realidad, en las que perdieron la vida miles de contendientes de uno y otro lado. Y el vencedor construyó un muro minado, de 2700 km de longitud, para separar el territorio ocupado de lo que se considera territorio liberado. En este tiempo, cientos de miles de personas han muerto sin ver reconocida una reclamación justa.

Aquel abandono, en 1975, se produjo sin el más mínimo respeto al derecho de los pueblos ni de los derechos humanos. Era coherente con las decisiones políticas de un régimen que tampoco reconocía derechos a los habitantes del propio país. La dictadura, más preocupada en sobrevivir y perpetuarse, no estaba para sutilezas: ni leyes ni diálogo ni estrategia. Aquella caterva de gobernantes, de inspiración militar y autócrata, solo tenía dos respuestas: atacar al débil y recular ante el posible enemigo.

Pero de aquel abandono han pasado casi cincuenta años y la llamada Transición nos trajo sucesivos gobiernos democráticos. Todos han sido conscientes de que la legalidad internacional, tozuda, ha señalado siempre a España como responsable de la descolonización de ese territorio. Incluso en 2014 lo refrendó la Audiencia Nacional española, que recordó la obligación jurídica y política de garantizar la libre determinación efectiva del pueblo saharaui. ¿Qué tenemos en 2022, entonces? Sucesivos gobiernos que infringen a sabiendas las directrices internacionales e incluso las leyes del propio país.

¿Podríamos imaginar qué le sucedería a una ciudadana, a un ciudadano, que incumpliera repetidamente las leyes? Sí, podemos. ¿Qué ocurre con los gobiernos que ignoran o vulneran las leyes? Nada. Absolutamente nada.

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